miércoles, 19 de noviembre de 2008

En sus garras está

– ¿Hace cuanto tiempo que te odio? Debe ser bastante, más del que podría admitir. Te detesto por razones plenamente reconocidas y otras tantas de carácter, más bien, indeterminado, poco justificables. Eres mi historia y mi médula. Te odio y ya no recuerdo hace cuanto. He crecido contigo y tu recuerdo, he vivido con el miedo a perderte, a verte lejos y con el temor más severo de saberte demasiado cerca. Mi historia ha de comenzar contigo pero no me encuentro dispuesta a aguantar mucho más de ti. Tu imagen en mi mente es dolorosa y se vuelve hiriente, poco a poco insoportable, y ha durado así los últimos quince años. ¡Basta!
Siempre me has dicho que no crees en esas tonterías, que son para gente ignorante y sin inteligencia, y que son inventos absurdos. Me burlaré de ti cuando caigas víctima de aquello a lo que le negabas existencia. Las cosas en las que creo son antiguas y esa longevidad comprueba su infalibilidad, pues, ¿cuanto duran las mentiras? ¿Durante cuanto tiempo están dispuestas las personas a perpetuar una creencia sin pruebas irrefutables de estas? –
Zaleta dejaba que sus recuerdos y deseos cobraran forma y fuerza mientras preparaba aquello que se llegaría a convertir en su arma definitiva de venganza. Juntaba poco a poco con sus manos delgadas aquellos trozos de tela sobre esos ramilletes de paja. La luz de los negros cirios era lo único que iluminaba aquella estancia roída por las polillas y los implacables años. Rodeada de telarañas, objetos de antigüedad inestimable y polvo acumulado por décadas, Zaleta pronunciaba sus rezos amargos y marinados con su rencor, su enojo acumulado y, muy en el fondo, con un inexplicable amor que le asustaba más que nada. La figurita de tela y paja comenzó pronto a tomar la forma de un rudimentario muñeco, un curioso bodoque con estructuras humanoides muy sencillas.
– Mi vida te ha pertenecido desde la primera vez, ahora es justo que tu alma me pertenezca por una única y última ocasión. –
Con la figurilla estrujada en sus dedos largos Zaleta no pudo contener ese río de emoción, tristeza, y odio que amenazaba con inundar su mirada de no dejarlo correr. Y con sus lágrimas afloraban también los recuerdos, aquellos antiguos días de niñez donde un hombre la cuidó y crió desde la pérdida de sus padres. Se trataba de su hermano mayor, que el tiempo y las malas decisiones habían convertido en un espectro, una sombra en la endeble psique de su joven hermana. Recordaba aquellos días de lozanía y tristezas donde ella dependía totalmente de él para sobrevivir al mundo. Pero esa dependencia tornó luego en un amor siniestro y reprimido lo cual vino a empeorar aquella primera y fatídica noche de octubre.
Hacía frío y la luna llena hacía notar su omnipresencia sobre la ciudad con rayos de plata. Bajo las sábanas una niña de escasos once años intentaba ahogar su miseria en el veneno del ensueño, no quería recordar su situación de huérfana, no quería reconocer, tampoco, ese hiriente amor por quien ella sabía que no debía sentirlo. Pero su atormentado sueño se vio interrumpido por una intromisión nocturna en su lecho. Sus pies estaban fríos y sintieron una calidez ajena que se deslizaba bajo las sábanas. Dedos largos y fuertes rosaban su costado y en su nuca sentía el aliento tibio del deseo prohibido. Hubo muchas cosas que le impidieron actuar prontamente pero nunca supo definir cuáles exactamente fueron las que le provocaban tanto miedo como placer. Aquel amor despiadado y sacrílego le negó la posibilidad de defenderse. Así no pudo más que dejarse acariciar y besar por aquel cuerpo caliente y de aroma familiar y llegar, por fin, a las últimas consecuencias.
Cuando todo hubo terminado la niña, sentada en el borde de la cama no paraba de sollozar y no podía desprender aquel olor impío de su piel. Se sentía sucia de cuerpo y alma y sus lágrimas no pudieron lavar el imperdonable pecado. Así, durante la noche, la luna se asomó por su estrecha ventana para intentar reconfortarla con sus fríos rayos, pero no fructificó.
Después de esa ocasión aquellas noches que combinaban culpa, dolor, placer y crimen, se repitieron durante un tiempo inestimado. El odio y frustración siguieron a la jovencita durante años hasta que la vieron convertirse en la mujer que ahora sostiene aquel monigote místico y llora amargamente. Su hermano se ha ido, con una mujer de la que se ha enamorado y con la que está a punto de tener un hijo.
– Dioses de la noche, permítanme ser un instrumento de justicia, que se castigue al culpable. Hermano, nunca debiste irte, no sin pagar el precio, no sin corresponder como es debido a este amor que me ha orillado a renunciar a mi alma, te odio porque has significado para mí todo, el dolor y el placer, la sumisión y la fortaleza, la gloria y la perdición.
Hago esto porque esto es la justicia, porque un pecador merece un castigo, y tu pecado ha sido juzgado como imperdonable. Hago esto porque te haz ganado mi odio, mi más profundo y desesperanzador desprecio. Hago esto por que, después de todo y con un gran dolor en mi alma de por medio, aún te amo, y te amaré. Ya te he pertenecido, ahora exijo reciprocidad, ahora tu alma está, literalmente, en mis garras y con ella la única oportunidad de darte lo que mereces. Adiós. –
Con una torcida sonrisa en los labios y los ojos enrojecidos y húmedos, de odio, de tristeza, de miseria y de nostalgia, llevó esa figurilla al fuego de uno de esos oscuros cirios y lo vio arder. No quedó más que cenizas de él.
Se levantó del empolvado suelo, sacudió su larga falda y con paso lánguido se dirigió escaleras arriba. Atravesó la puerta para salir de aquel sótano. Había algo, no podía explicar qué, pero algo en la atmósfera que la hacía más ligera, su cuello había dejado de dolerle, su pecho se inflamaba con el aire fresco que al fin lograba disfrutar. Una algarabía de sirenas irrumpió de pronto inoportunamente en aquel instante de placer y paz. Con una tranquilidad que sintió extraña de experimentar se asomó a la ventana levantando el grueso cortinaje de seda. Logró ver los carros de bomberos a toda velocidad por las calles vacías y alumbradas por farolas mortecinas a esa hora de la madrugada. Conducían rumbo al oeste, y en la lontananza se distinguía el resplandor infernal entre gruesas columnas de humo que se alzaban intentando arrancarle a la luna su dominio sobre el cielo nocturno. Sus verdes ojos se iluminaron al sentir sus deseos satisfechos y en su corazón algo se rompía.

domingo, 19 de octubre de 2008

Mito errante


Dicen que por ahí donde él imprimía sus huellas, el sol atenuaba su brillo, las aves cesaban sus cantos y a los hombres helábaseles la sangre en las venas.
Dicen que el suelo que pisaba quedaba yermo, que el aire que exhalaba era ponzoñoso cual azufre y que los ríos que cruzaba ennegrecían sus aguas.
Dicen que no podía abandonar su errante existencia, que era antiguo como la montaña, como el valle, anterior al primer hombre, dicen mucho de él, pero nadie sabe de donde vino, a donde irá o por qué vaga siempre.
Dicen que está maldito…

lunes, 13 de octubre de 2008

En el vacío de tus ojos

Estoy solo en este lugar… Es inquietante el silencio que gobierna, no se escuchan mis pasos ni mis gritos desesperados. No sé donde es aquí. “Aquí” que palabra tan curiosa y falta de significante se siente en este sitio de inexistencia. Recuerdo muy poco antes de resultar en este sitio. Imágenes borrosas de algo que no puedo ya rememorar, una mujer. Es una mujer lo que veo, dueña de una sinigual hermosura, con una mirada seductora, y está frente a mí en aquella lejana visión. No sé cuando es que se supone que la vi, en realidad no se cuanto tiempo llevo en esta desolación silenciosa. Siento que un miedo espectral me invade al darme cuenta de algo poco usual y estremecedor de verdad. No soy el único, no estoy solo. Percibo la presencia de alguien más, me oculto como puedo, me cobijo con las sombras que me rodean para no ser visto, y entonces distingo en la neblinosa lejanía la silueta de una criatura deforme. Extremadamente alta con brazos muy largos, la espalda echada hacia atrás en una posición grotesca, pero pronto se desvaneció entre la niebla sinuosa. No logro escuchar nada aún. Pero sucede de nuevo, veo la imagen de la desconocida y bellísima mujer en recuerdos que siento irreales y remotos, como si se me negara la certeza de que alguna vez hubiese sucedido. Ella me mira como quien ve anhelante una botella del más dulce vino. Pero me pierdo en sus ojos.
¡SUS OJOS! Eso es lo que ha sucedido, me he perdido en sus ojos, soy prisionero de su mirada, soy un alma en pena pagando el imperdonable crimen de ver a la bellísima Circe directo a su hechizante y malsana mirada, algo lúgubre, ella me ha dejado perdido, en un ilimitado infierno estóico, una eternidad negra y silenciosa, como sus ojos profundamente oscuros, cual obsidiana, a pesar de lo blanca de su piel y su cabello rubio y ensortijado. Ahora me siento extremadamente solo y con una desahuciada esperanza, siento un frío que no existe en realidad, siento que ya no hay razón para luchar y que las fuerzas que tenía han sido diezmadas, ya que, después de todo, no hay modo de escapar de unos ojos tan cautivadores. Literalmente, ha robado mi alma con una mirada.
Cuando veo mis manos soy víctima del horror más indescriptible, me dejo vencer por un pánico terrible, mis manos no son humanas, mis dedos son ridículamente largos y afilados, mi piel de un color gris pálido, mi cuerpo no es humano, no más, soy una criatura deforme como aquella de la que me había ocultado. Dolorido y aturdido, luego de acostumbrarme a mi actual situación de monstruosidad, vago en una confusa ofuscación de mis pasos dirigidos hacia ningún lugar, pues no hay a donde ir, y me encuentro con algo todavía mas repugnante y terrible, la visión más estremecedora. En un ominoso y escatológico claro entre la blanca oscuridad distingo un gran cúmulo de criaturas espigadas y deformes, como yo mismo lo soy ahora, en un malsano hervidero, una muchedumbre descontrolada, royendo el éter y raspándose entre ellos, como animales, como larvas de mosca en un cadáver, y repugnan a mi vista, pero yo soy como ellos, ahora, invariablemente pertenezco a ellos, millones de blasfemias, y como poseído por una imperante necesidad de contacto físico sin importar cuan grotesca resulte la naturaleza del tacto, me entrego a la podrida orgía, como siempre debió ser, como lo es ahora mismo…Entre la inmensidad existente en sus ojos vivo y me arrastro.

domingo, 21 de septiembre de 2008

La noche del Quiromante

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- Espera aquí un momento – me decía Cecilia mientras me levantaba su palma sobre mi cara, casi una advertencia, o casi un prodigio. Nunca nadie me había expuesto su mano de tal descarada manera, al menos no sin un pago a priori.
- Aún no me dices lo que hacemos aquí – inquirí, debía hacerlo, estaba siendo arrastrado por entre las tumbas mohosas en medio de una estrellada madrugada por una mujer que había visto apenas dos veces en toda mi vida y sin ninguna explicación, y de pronto me exige que me detenga exponiendo su vida ante mí, y a pesar de todo, me ignora y desaparece desplazándose cual sombra entre las lápidas. Y es que para mí la palma de la mano de cualquier persona es un retrato crudo y verás de su alma. Sus palabras pueden decir todas las mentiras que quieran, pero las líneas de sus manos no me mienten nunca.
Ahora no estoy seguro de sus intenciones reales, me muestra su mano, tal vez de forma accidental, o más bien con toda intención, dándome a entender que puedo confiar en ella con toda seguridad. Y en sus líneas vi muchas cosas, secretos escondidos, alegrías y tristezas, años de historia desasosegadora expuesta cual páginas de libro abierto, pero no vi mentiras, tal vez por que ni siquiera había verdades que disfrazar.
A pesar de ello, aún ignoraba que hacía en ese lúgubre sitio. Me quedé exactamente en el lugar donde ella me había indicado. Intenté controlar mi miedo, aunque no con mucho éxito, la noche se mostraba generosa de estrellas y la luna presumía una brillante luz plateada que bañaba las tumbas a mi alrededor, exaltando su, ya de por si, tétrica presencia. Lápidas con nombres ininteligibles se levantaban aquí y allá, cruces ciclópeas e inclinadas por lo irregular del terreno y estatuas marmoleas de ángeles que parecían esperar el momento adecuado para abrir sus serenos ojos y, tal vez, derramar lágrimas de vidrio. A una considerable distancia, logré notar las luces de unas veladoras encendidas entre las celosías de algún alto mausoleo con chapitel rematado en una cruz florida de lis. Sentía un miedo paranoico, las sombras me parecían vivas y el viento lo sentía cual ominoso canto de angustiosos lamentos. Creía que en cualquier momento alguna losa se levantaría dejando escapar el cadáver viviente que antes dormía ahí y que ahora vagaría en busca de víctimas, y la más cercana sería yo. O imaginaba cuervos sobrevolando el campo santo buscando cadáveres frescos para extraer sus ojos, y al no encontrar otros ojos más frescos que los míos irían tras de mí lanzando esos ominosos graznidos que los caracterizan.
Si, llevaba el miedo a flor de piel. Y fue por ello que me espanto tanto aquella delgada mano de fríos dedos sobre mi hombro. Grité y salté, agité los brazos y corrí hasta tropezar con alguna tumba mal colocada en mi camino. Pero al girar la vista descubrí a Cecilia chitándome con su largo dedo índice sobre sus labios delgados y deslucidos – aunque a la luz de la luna me parecía uno de esos hermosos ángeles de mármol que custodian algunos sepulcros – me señaló que la siguiera y así lo hice, aún ignorando la razón de aquella intrusión en el cementerio y con el corazón aún acelerado.
Me guió por entre las tumbas y las sombras. Caminaba deprisa, casi con la punta de sus pies, dejando tras de si un rastro aromático que me recordaba demasiado al copal. Y yo me veía obligado a seguirle el paso, aunque nunca me había sido fácil moverme en la oscuridad, y mi torpeza me hizo chocar varias veces con algunas estatuas y lápidas que hallaba en mí andar.
Finalmente distinguí en frente las luces de algunas velas encendidas. Estaba delante del mausoleo que antes había visto en la lontananza. La gruesa puerta de metal estaba abierta (claramente había sido forzada) y en su interior pude distinguir sombras casi inapreciables, al principio, pero conforme me acercaba logré definir en la oscuridad las siluetas de personas desconocidas esperándonos en el interior de esa lóbrega construcción.
- Entra – me indicó Cecilia con un ademán casi imperativo. No tuve más remedio que obedecer sin chistar. Al atravesar el portal las miradas de aquellas personas cayeron sobre mí como flechas, me sentí acosado y confundido.
- ¿Quiénes son ustedes? – pregunté casi en un balbuceo temeroso.
- Dínoslo tu, Klarsinzky – dijeron al unísono los que allí se encontraban (que eran unos cinco a primera vista, luego lo confirmé) mientras levantaban sus palmas izquierdas hacia mí. De nuevo, recordé aquel ademán que Cecilia me había hecho hacía rato, y corroboré que era un modo de darme a entender que podía confiar en ella, ya que me había desnudado su alma en la palma de su mano. Y ahora estos individuos lo repetían aún más descaradamente que ella, al parecer con la misma intención. Así, al ver tantas palmas frente a mí expuestas, fue un reflejo casi involuntario el leer sus vidas, encontré historias trágicas, aventuras, maravillosas, inverosímiles hazañas, crímenes innombrables, eran las vidas de bandidos, proscritos, fugitivos, asesinos, prostitutas, embaucadores y piratas. Pero, con todo y lo inmoral y soez de sus existencias no encontraba en ninguno de ellos ni pizca de mentiras, antes bien, había un desvergonzado cinismo que gobernaba cada momento de sus vidas. Ninguno sentía remordimiento alguno de sus actos y hasta, en algunos solamente, hallaba un orgullo insano en la memoria de sus fechorías.
Ahora sabía que me encontraba en el nido de los lobos más despreciables y cínicos que podría encontrar en toda mi vida, pero aún ignoraba la razón de mi estadía ahí, me llegué a sorprender de lo ridículo que me sentía en ese instante y pensé: “lo que se hace por una cara bonita”, con un dejo de vergüenza contenida. El que me llamaran por mi nombre artístico me llenaba de un extraño miedo poco descriptible, pues no era tanto el temor a lo desconocido o a la muerte, como el pavor a la desnudez.
- Muy bien, ahora díganme que hago aquí, pandilla de rufianes – intentaba oírme molesto, o imponente, para que no dejar notar lo inquieto que estaba.
- Cabrío, ábrela – escuché la voz de Cecilia que se encontraba a mis espaldas, justo en la puerta, tal vez con la intención de detenerme en el caso de que se me ocurriera huir, elevando esa orden a uno de los personajes que nos esperaban en el mausoleo, este era un hombre alto y tozudo que llevaba una chamarra de mezclilla con las mangas algo rotas pero sin remiendas y una castaña barba que quizá era el origen de ese curioso y hasta razonable apodo.
El tal Cabrío se inclinó y con sus grandes manos levantó una losa del suelo, la colocó a un lado y luego levantó una de las velas para poder distinguir lo que había en el interior, resultó que era – como podría esperarse – un ataúd. Estaba empolvado, pero la madera aún relucía. El mismo forzudo levó la tapa de este dejando expuesto un cadáver fresco. Era un hombre al que yo le calculaba uno sesenta años de edad, por su puesto, tal vez la muerte le sentaba más años de los que en realidad tenía al morir y lo hacía aparentar mayor edad. Otro de los presentes se inclinó sobre el cuerpo y con las manos desnudas – cosa que yo nunca haría cuando de cadáveres se trata – sacó el brazo del occiso.
- ¿Qué ves? – me pregunto Cecilia con una voz dulce aunque exigente, casi mística, en un cariñoso susurro que sentí a mis espaldas cual frío céfiro.
- Debo acercarme – indiqué y me incliné con algo de repulsión que no logré disimular lo suficiente, y eso lo supe cuando descubrí que el hombre que sostenía el brazo del difunto me miraba con una sonrisa divertida y algo malévola tras esos espejuelos redondos y pequeños. Al dirigir mi atención hacia la palma fría no hallé nada en particular que pudiera servirles de algo a estos temibles, aunque interesantes, personajes. Había sido este finado un hombre de carácter tímido y desconfiado, con una fortuna particularmente generosa, una vida amorosa poco fructífera pero de exitosa carrera. Había sido un hombre reservado, con una vida rodeada de mentiras y verdades a medias, tal vez un exitoso embaucador o un burócrata corrupto. ¿Se trataría todo esto de una venganza post mortem? Pero luego vi algo entre las líneas de su fortuna que me pareció interesante, y quizá el verdadero móvil de mis anfitriones. Este era el cadáver de un hombre ridículamente rico, con un caudal inconmensurable, la mayor parte de este había sido arrebatado con trampas y engaños a gente incauta e indefensa ante las artimañas burocráticas. Examinando con más cuidado las líneas de la historia de este despreciable ser buscaba algo así como un escondite o un secreto, algo de donde podría alguien aprovecharse para hacerse son algo de aquella fortuna. Y encontré una especie de sombra en su historia, una presencia que lo seguía de cerca, era como un prosélito, un admirador, no, más bien como un cazador detrás de él, o un carroñero oportunista. No estaba claro, pero luego sobrevino, por entre las líneas de la salud, una larga y tormentosa agonía que culminaría hace poco, quizá menos de un día por lo que podía ver del buen estado del cadáver.
Les informé a todos en general, pero a Cecilia en particular de lo que había visto. Los ojos de todos se iluminaron. Parecían haber descubierto algo muy importante.
- Puedes cerrar la tumba, Cabrío – y con el entusiasmo de un niño que está por recibir un caramelo por su buena acción, el forzudo hombre obedeció y dejó cubierto el mal acomodado cuerpo con la pesada losa.
Salieron todos del lugar apagando sus velas. Y en una fila india nos encaminamos hasta el desvencijado portón del cementerio que rechinaba ominosamente al ser movido por el viento nocturno.
- ¿Ahora qué? – pregunté con una curiosidad indisimulable.
- No te preocupes, sabrás de nosotros… pronto – me aseguró Cecilia con una sonrisa tal que no pude desconfiar de su palabra.
Y así sin más me dejaron abandonado en medio de aquella noche profusamente estrellada, con una luna en creciente que semejaba una malévola sonrisa burlándose de mí. Volví como pude a mi hogar, un deslucido remolque colorido en el que recibía a mi clientela. Caminé por la noche poblada del incesante chillido de grillos entre los abundantes arbustos. Al llegar lo primero que hice fue recostarme en mi catre, pero no pude dormir, los sucesos de esa noche me habían robado el sueño, no podía más que pensar y tratar de buscar respuestas por deducción o inducción. Pero cada vez que todo parecía estar aclarándose, otra duda aparecía y estropeaba cada respuesta que creía haber encontrado.
Creo que pasaron dos meses sin volver a saber nada de Cecilia ni de los otros, hasta que una mañana ella misma se apareció por mi remolque. No me dijo nada, solamente llegó y con una sonrisa casi juguetona extendió su palma izquierda en mi cara. Algo había en esa mano que había cambiado, al principio no lo descubrí pero luego me di cuenta, era la línea de la fortuna, con una desviación que identifiqué claramente, no pude evitar sonreírme con ella. Se acercó a mí y me besó la mejilla, pronunció el más sincero agradecimiento que he escuchado en mi vida, en voz baja, suave y claramente, sin más palabras de por medio. Dejó a mis pies un maletín – a modo de pago, creo yo – y girando sobre sus talones grácilmente, dio media vuelta y se marchó.
No la he vuelto a ver desde entonces, pero esa torsión en la línea de su mano – solo perceptible para quiromantes experimentados - me indica que la fortuna la acompañará.

viernes, 29 de agosto de 2008

Experimento No. Cinco (Anhelos autodestructivos malogrados)


Creí que moriría esta vez pero algo salió mal. Como suele pasar. Esperaba que esta vez tuviera éxito, pero solo obtuve una decepción más. El veneno debía estar en mi estómago ahora y no debería haber espasmos. Pero mi vómito no pensó igual y decidió aparecerse por sorpresa. La mayor parte del tóxico fue expulsado. Me encuentro muy débil, mi cuerpo no aguantará demasiado. Mi cabeza está ardiendo, mis dedos se enfrían. No esperaba esto, no esperaba sufrir esto, no de nuevo. Me arrastro hasta el botiquín, me atragantaré de analgésicos para no sentir dolor. Espero aguantar suficiente. Extiendo mis cicatrizadas manos hacia el gabinete mientras recargo mi cuerpo sobre el lavabo del baño. Los pastilleros caen en una tediosa lluvia sobre mi cabeza. Busco entre los que se encuentran tirados para ver si hay lo que busco. Pero no logro ubicar nada a tiempo. Colapso, me convulsiono, es muy tarde, ha alcanzado al sistema circulatorio, en cualquier momento el cerebro se apagará en un sordo silencio. ¡Ahora!

Silencio… silencio… silenciosilenciosilencio…


Ignoro cuanto tiempo me fui esta vez. Mi cuerpo aún no está lo suficientemente caliente. El tono muscular todavía no retorna, así que estoy acostado bocarriba sin poder moverme. Mi respiración comienza lenta, en un principio, pero va ganando velocidad con el paso de los segundos. El dolor regresa poco a poco, a medida que voy recuperando la sensibilidad. Logro mover mis aún fríos dedos. Mis ojos y oídos vuelven a funcionar a toda su capacidad. Todavía tengo vómito en mi boca y me encuentro recostado sobre mis propias porquerías y los pastilleros regados por el suelo de azulejo azul celeste.
Con esta, creo que van cinco vidas.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Percanses a pequeña escala o La risa ominosa que no parece risa



Entre las astillas de un viejo tronco que los leñadores han olvidado parece removerse con curiosos temblores un trozo de corteza. Desde ahí un bicho aparece, un enorme escarabajo de color verde metálico, rechoncho y con mandíbulas de un tamaño mayor al de su propia sección encefálica. Mordisqueando la leñosa cascarilla corta trozos que ahora parecen humedecidos por el aún presente sereno de las madrugadas. Pero no es madera lo que la alimenta, sino lo que hay entre esta. Huevecillos, diminutas cápsulas opalescentes de material esponjoso cuyo sabor aprecia este coleóptero más que cualquier cosa en su precaria vida. Escarba entre la madera mohosa con sus grandes mandíbulas, devorando cuanto huevecillo descubre. Su labor se ve, de pronto, interrumpida por una presencia extraña. Se queda quieto, intentando percibir con sus gruesas y ramificadas antenas alguna señal de peligro. Nada, no parece haber nada. Así que, golosamente, continúa su labor. Sin embargo, un molesto sonido lo hace huir de repente. Una vibración atípica, como la que produciría una uña al barrerse por entre los dientes de un peine metálico. El chillido es agobiante, para los delicados sentidos del humilde escarabajo. Y solo tiembla en su lugar, batiendo, bajo su reluciente y gruesa coraza, sus alas transparentes, intentando volar para escapar. Pero algo lo detenía en el suelo.
Cuando logró, finalmente, librarse de aquella tortura sonora emprendió el vuelo rumbo a cualquier lugar que pareciera seguro. Se posó cerca de lo que parecía ser un agujero en lo alto de un ahuehuete. El sitio era húmedo, oscuro y fresco, parecía ser muy seguro. Hasta que desde el interior de ese sitio el ruido surgió nuevamente con bríos renovados. Antes de que intentara cualquier cosa unas manos delgadas con dedos largos y huesudos y unas uñas largas y puntiagudas, rápidas como un suspiro, surgieron del interior. Atraparon al coleóptero y lo arrastraron cueva adentro donde pereció en las fauces de la criaturilla. Que sonreía despiadada al mordisquear con su sucinta pero aserrada dentadura al insecto. Y al terminar de engullirlo soltó lo que para este ser resultaba una carcajada: un sonido vibrante y metálico combinado con agudas vocalizaciones intermitentes y ominosas.

- ¿Escuchaste eso? – inquirió asustado el caminante a su compañero.
- Ya déjate de chingaderas, que tenemos que llegar para antes del mediodía al campamento.
- No, te juro que escuché como si se riera un niño, pero raro, como con eco. Ha de ser cierto que se aparecen chaneques por aquí, ¿no?
-Mejor te apuras y te dejas de mamadas, se hace tarde - él realmente lo había escuchado también, pero al reconocerlo aceptaría su miedo.

Desde el agujero del ahuehuete unos ojos saltones y amarillos esperaban el anochecer con una sonrisa afilada y funesta.

miércoles, 23 de julio de 2008

Sinsentidos antes de una combustión espontánea


Siempre llevo un encendedor en el bolsillo. No recuerdo para que es. Cuando lo metí ahí tenía un propósito, pero ahora no es más que un cuerpo estorboso en mi pantalón. Pero cuando estoy por sacarlo para sentirme más cómodo, llega a mi mente el recuerdo y recupero el motivo, pero así como viene, una vez lo introduzco nuevamente, se me vuelve a olvidar. Es, quizá una maldición, o solo un problema de la memoria… o ambos.
Supe que tarde o temprano nos encontraríamos, y cuando sucediera uno de los dos tendría que ceder para con el otro, pero se bien que ninguno de los dos estamos dispuestos a dejarnos torcer su brazo. Nos hemos hecho mucho daño desde hace ya años atrás. Y algunas heridas no son tan fáciles de zurcir. Cuando se presente ante mí, cuando lo haga, no, no quiero que lo haga. Esta vez será mucho más difícil.
Meto las manos a los bolsillos y siento el encendedor, ya no fumo, y ya no lo necesito, pero lo siento rozando las yemas de mis dedos como un insistente recordatorio, como si todo me empujase hacia un particular propósito. La tarde se aproxima mientras camino con dirección a un sinuoso occidente. Me siento desfallecido, los últimos días me han robado energía, y ahora que estoy por encontrarme con ella todo parece recordarme cada pequeña infelicidad, púas en mi espalda.
Había algo distinto en mi forma de andar, o ¿es que el camino tenía un modo distinto de ser andado? No lo se. Pero mis pasos parecían haber abandonado su orgullo en el punto de partida. Saqué el mechero y lo contemplé, el metal brilló al sol cual espejo en el desierto, y el símbolo de una espada en relieve se evidenció ante mi mirada.
- ¿Tienes fuego? – escuché la pregunta como quien oye un eco en la soledad. Eché la vista hacia su origen y me encontré con ella. Llevaba aquella fea diadema que tanto le recriminaba y que yo le había obsequiado (en un lapso de desesperación). En su boca, colocado con sumo cuidado, un largo cigarrillo mentolado se abría el espacio necesario en la apenas perceptible apertura de sus labios, esperando una flama para avivarse. Detrás de ella, el sol lanzaba sus rayos, anunciando su próximo ocaso tras el horizonte dominado por los edificios coloniales y vetustas casas encaramadas en cerros y colinas a la distancia.
Sin decir palabra le alargué la llama para encender su tabaco. Su mirada nunca chocó con la mía, se limitaba a rodear mi rostro con la vista evitando el contacto visual directo, ni ella ni yo queríamos recordar nuestros respectivos rostros. Meto el encendedor al bolsillo nuevamente. Ella fuma ese cigarro (el único que llevaba consigo), mientras nos limitamos al silencio el uno frente al otro. Los ojos viendo el piso.
Fuimos estatuas hasta que ella lanzó la última bocanada de humo y la colilla se precipitó al suelo.
- Es hora – digo yo al pisar la casi extinta brasa.
- Es hora – me secunda ella con un tono que evoca tristeza, nostalgia, miedo, y un poco de compasión.
Nuestras miradas chocan al fin. En sus ojos veo mi destino, como ella presencia el suyo en mis retinas. Contemplo los últimos momentos de mi vida como si se tratasen de cuadros pintados por artistas barrocos. Hay llamas y humo, en todo mi cuerpo, pero en ningún otro sitio más. Mi carne arde desde mi interior y de mi boca y demás orificios es expulsado una humareda hedionda. Mis ropas arden tan pronto que no hay tiempo de quitarme los calcetines. Todo eso veo en ella, quito la vista. Ella está sudando pero su piel se siente fría cuando la toco, y logro distinguir, apenas en una ojeada, una mueca en sus labios denotando terror. Nos abrazamos y nos vamos de ese sitio.

Después de hacer el amor nos quedamos dormidos una vez más. Ninguno ha cedido aún, pero alguno lo hará pronto, nadie sabe quien de los dos será el primero.
- Creo que me has ganado – susurró a mi oído, de su boca comenzó a surgir el humo y pronto las sábanas en rededor suyo estaban en llamas. Tomé el encendedor de mi pantalón (estaba colgado en la columna de la cama) y vi por última vez su grabado. Sabía que yo sería el siguiente en pocos minutos.
Muchos no creen en eso de la combustión espontánea, y otros han intentado buscar una insuficiente explicación científica. Pero solo sus víctimas sabemos que estamos marcados por un ominoso sortilegio de muerte ineludible. Lancé una hortera sonrisa antes de cubrirme en mis propias flamas y que solo cenizas quedaran de lo que alguna vez fue un hombre.

viernes, 18 de julio de 2008

Ad Enhiestum… Eritis sicut Deus

- ¡Maldita sea! ¡No te mueras! – gritaba desesperadamente aquella mujer mientras sostenía en su regazo el cuerpo inmóvil de un hombre de mediana edad y chaqueta de cuero. Este había perdido completamente el color de sus mejillas y sus labios parecían de un color azul opaco - ¡No te permito morir, no ha sido para tanto!
Desde el fondo de la habitación, frente a los emplomados de la enorme ventana se proyectaba una mirada perversa perteneciente a un alto hombre de rostro inexpresivo labios delgados, ojos felinos que parecían destellar en la oscuridad, una barba cerrada y descuidada, nariz aguileña y traje negro. Las lágrimas que dejaba escapar la mujer, nublaban su visión, y con esa humedad dirigió su vista a la figura que se silueteaba a contraluz desde la ventana. Era una mirada que se antojaba hirviente, venenosa, cáustica.
Desde el otro lado de la habitación aquel hombre solo se limitaba a observar la escena y entonces, por primera vez habló:
- No es nada personal, es solo que así lo exige el rito – mientras decía esto, se miraba sutilmente la mano derecha, sus uñas eran largas parecían terriblemente descuidadas y sucias, cual metal oxidado. Cuando hablaba, de su boca nacía un hedor que era perceptible desde la distancia a la que se encontraba ella. No era el clásico olor a boca sucia que cabría esperarse, era más bien como una peste añeja, de moho y muerte acumulados por décadas.
La mujer arrebató de los helados dedos de aquel al que abrazaba, un arma semiautomática y al girar para apuntar al asesino, este simplemente no estaba ahí. Se levantó y, mientras un sudor frío la recorría desde al espalda hasta alcanzar cada rincón de su cuerpo, apuntaba en todas direcciones cual veleta en tifón. La luz amarillenta que entraba por la ventana se volvía cada vez más baja y oscura a medida que avanzaba el atardecer. Los rayos previos al crepúsculo iluminaban el suelo de madera de esa gran habitación en la amplia buhardilla, así como algunos objetos datados de hace varias décadas, como viejos tocadiscos, sillas mecedoras rotas, empolvados retratos y el helado cuerpo de un hombre ya sin vida. Aquella sostenía temblorosa el arma mientras en el ambiente se difuminaba una fría hediondez bastante rancia. Podía distinguir algún ruido de pronto por entre las sombras, pero al disparar, ese sonido, cual fugaz susurro, se trasladaba a otro rincón ensombrecido, haciendo imposible su localización. Pero, al bajar completamente el sol y haberse perdido ya las últimas tonalidades naranjas y violetas del ocaso, en el arma ya solo quedaba una bala.
- No me tendrás a mí – dijo la mujer en un doliente gesto mientras dirigía el cañón del arma a su sien derecha. Pero una fuerte mano, como viga de acero, la detuvo y la pistola calló aparatosamente al suelo. El hombre de rostro inexpresivo la sostuvo con fuerza contra él.
- Esto si es personal – le susurró a ella de frente, dándole de golpe el hedor agrio de su vetusto aliento. Y sus labios se unieron a los de ella, la terrible peste entró por la garganta y recorrió cada rincón de aquel delicado cuerpo femenino, mientras este se envenenaba a una fatal velocidad. Pronto sus labios perdieron color y su piel palideció.
Al saberla muerta la dejó caer, lánguida, al suelo polvoriento y se limitó a abandonar el lugar mientras entre susurros, casi festivos, rezaba:
- Ad Enhiestum… Eritis sicut Deus

Opeth - Porcelain Heart

lunes, 14 de julio de 2008

Mirándote al espejo y viceversa

No era un sueño, o eso creo. La sutil línea que divide el sueño de la realidad es, a veces, tan delgada, que creemos recordar, en el punto medio, conversaciones oníricas, justo en el momento de despertar, o recriminamos a los conocidos faltas que cometieron en nuestras ensoñaciones. He escuchado que soñamos para saber que existimos, esto se lograría al separar la realidad de la fantasía nocturna. Pero todo esto es una ilusión, soñamos y existimos tanto como en los momentos de vigilia en donde somos esclavos de las leyes de la física. Es por eso que, hasta cierto punto, desearía que no fuera un sueño, desearía que todo cuanto el espejo me mostró fuere tan veraz como mi propia carne, pero en ocasiones la fantasía rebasa en realidad a mis propios huesos.
En el punto exacto en el que una persona comienza a entrar a un estado de letargo y el cerebro lucha vehemente por permanecer despierto, mi vista se dirigía al espejo del mueble tocador. Pude ver mi propio rostro. Yo me sentía extraordinariamente soñoliento, pero mi reflejo, o lo que creí mi reflejo, no lo estaba, me veía firmemente, con una indescriptible mirada que evocaba ferocidad, ternura, sensualidad y burla, todo al mismo tiempo. No pude reaccionar lo suficiente como para actuar frente a aquella visión, excepto por el menear de mi cabeza con desmallados movimientos ondulantes, pero al hacerlo, mi reflejo seguía tan quieto como una estatua. En ese momento, mi corazón vibró fuertemente, y mis músculos se helaron Me incorporé y así lo hizo ‘eso’ también, desde el espejo, solo que, imperceptiblemente más lento, como si se hubiera demorado una centésima de segundo más que yo, pero encima de todo, su mirada indescriptible seguía en sus ojos como una estampa o una temible máscara. Mi rostro, lo sentí moverse, se alargó rápida y tenazmente en una mueca de horror. Y en el espejo, la mueca fue antagónica, se formó una sonrisa de lo más macabra, como una siniestra burla desde el otro lado del cristal, en aquel mundo donde las letras se escriben al revés.
Me pregunté una y otra vez si me encontraba, de algún modo, dormido, pero la respuesta fue siempre la misma: ¡NO!
Pero eso no impidió que momentos después despertara. Aunque para mi sorpresa, no fue en mi cama, en mi habitación. Estaba en un cuarto donde todo parecía estar bañado de una impecable, casi insoportable, blancura. Enfermeras con presurosos movimientos atendían de mí y tenían cuidado de no tocarme directamente, siempre con guantes estériles.

jueves, 19 de junio de 2008

Consejos de extraños

Me asusta entrar al cuarto de baño, desde aquel día que descubrí aquella sombra extraña en la cortina ya nada es igual. Bailaba, se retorcía como invadida por un gozo incalculable o por un dolor desmoralizador. No esperé a encontrar respuesta de su parte, no supe actuar ante lo que veía, solo me quedé parado, como idiota, como zombi, y no me moví, no tensé ni un músculo, el miedo me sujetaba con sus frías garras. La silueta oscura en la cortina de la regadera se balanceaba de lado a lado, agitando sus brazos, como quien juega con el viento o como quien teme a la inmovilidad.
Hundido hasta el tope en una conmoción fantasmal, mis movimientos no surgían, mi corazón se agitaba alocado, sabía que era imposible esa visión, la regadera estaba apagada y yo vivo solo. Entonces tocaron a mi puerta. Salté como loco, mi inmovilidad fue perdida de súbito, sentí que casi golpeo mi cabeza con el techo de lo alto que reboté, y lo hice otras veces, en desesperación confusa hasta que tropecé con la mesita de la sala y caí al suelo, no sentí el golpe. No tuve dolor en aquel instante. Aún tocándome el corazón y sintiéndolo monstruosamente rápido bajo mis costillas decidí tranquilizarme y desde esa postura solo alcancé a gritar: “¿Quién es?”.
Desde el otro lado se pudo escuchar la voz de un hombre que decía tener un paquete para mí. Respiré profundo y me incorporé. Volví a aspirar hondo. Giré la manija y la puerta se abrió, la mirada inoportuna y curiosa de un rechoncho empleado de mensajería me aguardaba, buscaba en mi cara, mientras hablaba conmigo sobre dónde debía firmar, algo, no se qué, pero no dejó de hurgar en mis miradas, en las arrugas de mi frente, en la curvatura de mi nariz. Con su mirada me escudriñaba con esmero. Era como si quisiese descubrir el envés de mi alma, de mi antifaz de tranquilidad. No estaba tranquilo, aún estaba asustado, aún no comprendía bien lo que sucedía, ¿pero que más explicación quería? Se trató de un evento sobrenatural, una aparición. Eso es todo.
No hice mucho caso a su insolente contemplación y firmé de recibido, y cuando el hombre, gordo y de mirada insaciable, se retiraba ya, se dirigió a mí con las palabras más extrañas que pudiera haber escuchado y que nunca hubiera esperado oír de un completo extraño en aquella, ya de por si, inexplicable mañana: “Baile con ella”…

jueves, 12 de junio de 2008

El Blues de las Gafas Oscuras

Estaba pensando pasar la noche en casa de mi hermana, pero obviamente me fue algo difícil. ¿Cómo explicar que debía llegar antes de media noche sin que sonara a la Cenicienta? En cualquier caso no debía haber ido a ese antro, pero me es tan difícil decir que no. “¿Por qué usas las gafas aún?, ya oscureció”, me decía él con una cara de curiosa estupefacción. Recurrí al mismo pretexto, la enfermedad en mis ojos.
“¿Y al menos puedo verlos?” pero me negué rotundamente, no quería lastimarlo como lo había hecho antes con mi padrastro, no quería que volviera a pasar, no quería matar de nuevo.
“Debes tener unos lindos ojos”. Te haría daño si intentaras averiguarlo, te recomiendo no insistir. Pero no escuchaba mis súplicas. La música en el lugar sonaba fuerte (era un Bules de Ronnie Earl) e intensa, había luces rojas que se encendían y apagaban al compás de la tonada, y todo el ambiente guardaba el calor de los cuerpos que ahí se aglomeraban. Era una situación incómoda para mí, los lugares con muchas personas me asustan, me da miedo lastimar a alguien.
“¡Por favor!” insistía el muy fastidioso de Fer, ‘un no es un no, aquí y en la India’. En cambio mis súplicas eran evadidas, le pedía que me llevara a casa de mi hermana, pero sonreía y curioseaba entre la oscuridad de mis anteojos. “¡Celeste, por favor!, solo un poco”. Y lo logró, en un rápido y torpe movimiento me quitó las gafas y pudo ver mis ojos, solo un segundo, solo un pequeño instante, lo que dura un parpadeo, y cayó al suelo desvanecido.
Intentaba reanimarlo luego de quitarle las gafas de las manos lánguidas (había perdido el tono muscular), sentí miedo, sentí pánico y le gritaba que despertara, mi corazón temblaba en mi agitado pecho, la gente se reunía alrededor para satisfacer su morbo, pero nadie hacía nada por ayudar.
“¡Fernando, Fernando, despierta!” pero nada pasaba. Entonces el barman, calvo y barbón, trajo alguna extraña mezcolanza hedionda en un extraño frasco verde y le dio a oler (en verdad el aroma era terrible).
Despertó como de un sueño profundo. Suspirando hondo y luego tragando saliva, sus ojos desorbitados y desconcertado al ver tanta gente en rededor, temblaba descontroladamente. “Sentí que me iba, escuchaba todo, pero no podía moverme” solo eso atinó a decir, “¿Qué pasó?”. Le contesté que había sufrido un desmayo leve, pero que todo estaba bien, les respondí casi con lágrimas en los ojos, llena de alivio.
Me llevó a casa de mi hermana, eran las doce y cuarto, lo besé antes de salir del coche y luego, asomada por la ventanilla, le pregunté si aún quería ver mis ojos, “¡No te atrevas a quitarte las gafas, Celeste!”. Le sonreí y él aceleró.

miércoles, 21 de mayo de 2008

En las fauces del Infierno


Esparcidos por el suelo, había trozos de cerámica de algún jarrón de barro roto hacía mucho. En las paredes se podían apreciar los arabescos en relieve donde las líneas tomaban rumbos espirales y aleatorios por toda la oscura y mohosa habitación. A través de las celosías, en las partes altas de las paredes, entraba un aire húmedo y cálido, producía una sensación de modorra poco cómoda. También podía distinguirse una tenue luz verdosa que parecía provenir del exterior. Pero nunca se escuchaba nada, excepto el quejido del viento deslizándose entre los huecos y recovecos más inimaginables por las paredes y entre los espacios fuera de esta terrible prisión.
El lugar ya había adquirido mi aroma, debido a que no tenía ningún sitio donde depositar mis excreciones y estas, de algún modo llevan algo de mi esencia corporal. Ya me sabía cada uno de los rumbos que tomaban los bajorrelieves en las paredes, los había recorrido todos, uno por uno, varias veces, ya.
¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Era imposible saberlo, el sol no podía decirme si era de noche o día, pues nunca era visible. Ciertamente, era mucho, no sabía cuanto, pero es que cada minuto me parecía una eternidad. Vi mis manos palidecer a causa de la falta de luz y arrugarse como producto de un envejecimiento prematuro. La barba me había crecido bastante. Los días (si es que eran eso, puesto que el ciclo circadiano simplemente me era inexistente) eran todo el tiempo lo mismo. Dos veces al día me drogaban con gases que entraban por huecos indefinidos de esa prisión y al despertarme había comida y agua. Me sentaba en el suelo a ver el techo, allá en lo alto en donde se colaba la única traza de luz que podía distinguir, jugando con los vapores que penetraban y las formas raras que tomaban. Pronto me aburría y caminaba alrededor de ahí de pared a pares, diez pasos, diez pasos, diez pasos, diez pasos. Y volvía al centro luego de algunas horas, exhausto, notaba que, a pesar de no poder medir el tiempo, cada vez volvía al centro agotado en un menor lapso de tiempo. Me debilitaba. No tardaría en morir. Me dolía la piel, cada centímetro de mi cuerpo era una tortura el solo sentirla.
Pronto todo empeoró. Comencé a tener alucinaciones. Escuchaba voces que hablaban del mundo exterior, la voz suplicante de mi esposa, el llanto de mi pequeño hijo, el ladrido de mi perro en los suburbios, logré ver lo que creía que era una ventana y al abrirla el sol entró por ella fulminante, reluciente, bellísimo, pero entonces, y después, tan solo de un mínimo parpadeo, todo desapareció y me quedé mirando a la pared, tan oscura y monótona como antes.
Era la víctima de mis conocimientos. Mi atrevimiento al escudriñar en lo prohibido fue lo que me condenó a permanecer en este recoveco de inmundicia. En aquella época cuando yo era un respetado académica de una importante universidad, en el ramo de la arqueología, me topé de repente con un conocimiento de lo más inexplicable y majestuoso, era el hallazgo del siglo, el camino hacia la gloria y la inmortalidad de mi memoria. Me sumergí, sin pensarlo dos veces, en aquella montaña de información mas pronto me daría cuenta de con lo que realmente me había topado. Caí en la cuenta de que no era el camino a la gloria, sino al terror más puro que humano alguno podría llegar a conocer, la causa máxima de la desaparición de imperios y civilizaciones en la antigüedad. Sabía que esto no traería nada bueno, sabía que me acarrearía desgracias, pero la sed y la ambición de información pudieron más que yo y no paré, a pesar de las múltiples advertencias que recibía de hombres extraños y recados de lo más ofensivo e intimidatorio. Mi esposa se preocupaba por mí, pero esto era más grande que yo, esto era más grande que nada y yo debía sacarlo a la luz, debía ser yo quién lo liberase de las tinieblas.
La advertencia dejó de serlo cuando una noche, en la biblioteca de una universidad lejana a casa, a la cual había viajado para dar ciertos cursos y estudiar algunos documentos antiguos, alguien llegó a mí presentándose como agente de una corporación policíaca local. Me llevó detenido, no me resistí, sabía que se trataba de un mal entendido, pero no había tal. Ya en la patrulla fui inmovilizado con choques eléctricos y luego amordazado. Al despertar me encontraba en este terrible sitio. Y es lo último que recuerdo desde entonces.
¡Ha sido abierta! ¡Una puerta en la monotonía de la pared ha sido abierta al fin! Esperaré pues parece que escucho pasos que vienen hacia aquí. Solo se distinguen sombras, nada reconocible, nada sucede luego, la puerta queda abierta. Es hora, ahora o nunca, ahora o para siempre. Con cautela –toda de la que soy capaz, tomando en cuenta mi precario estado – salgo y me dirijo a través del único camino que encuentro. Las luces provienen de antorchas colgadas en la pared. Siento el viento. Indicio de libertad, arrastro mis pies lo más rápido que puedo (dado que no puedo correr, propiamente) y atravieso un umbral tras el cual espero hallar la libertad anhelada. Empujo mi cuerpo y llego a la fuente de aquel viento húmedo. No es viento del exterior, no es una salida. ¿Dónde estoy? ¿Qué es lo que está pasando aquí? Estoy en lo que parece ser la entrada hacia la mayor caverna jamás vista. Es una mina de proporciones inimaginables con un diámetro kilométrico e innumerables pasadizos y entradas. El viento proviene de abajo, de aquellas innominables profundidades terrestres que exhala sus vapores húmedos y arcaicos, cual fauces infernales. Hacia arriba no parecía haber nada más que el techo cubierto de estactitas que amenazaban con caer a cualquier obrero desprevenido. Y los obreros, eran lo más desconcertante de aquel, ya de por si inexplicable sitio. Eran hombre de baja estatura cuyos cuerpos parecían estar cubiertos por piel escamosa y unas túnicas apenas utilizables, debido a que estaban tan rotas, por el trabajo en la mina quiero pensar, que debían ser comparadas con harapos y jirones. Parecían ir encorvados como cargando un mundo de culpa sobre ellos. El hedor que despedían me comenzó a marear, lo cual era sorprendente, debido a que yo convivía todos los días, desde hace un tiempo incontable, con mis propias heces en descomposición.
Entonces una mano, rígida como fierro y al mismo tiempo gentil (una gentileza fingida pude constatar tan solo por el modo en que lo sentía), se posó sobre mi hombro. “¿Busca algo señor?” escuché la voz ronca y esforzada detrás de mí. Me di vuelta y lo que vi no tiene nombre. Era aquel hombre que se había hecho pasar por agente de ley y que me había traído a este infernal sitio de putrefacción. Sonrió cuando notó mi sorpresa, mostrando aquella dentadura tan inhumana, conformada por innumerables hileras de dientes en forma de sierra.
Eso es lo último que he de recordar. Su ominosa sonrisa, el viento que provenía de las profundidades escurriéndose hasta mis oídos, el constante martillar de esos seres escamosos que figuraban de obreros en las minas del infierno. Justo ahora no me queda la certeza de si estoy vivo o muerto al fin.

lunes, 5 de mayo de 2008

Hedor amarillo

- Anoche por allá calló un meteorito – contaba el muchacho del gorro rojo a su amigo mientras montados en sus bicicletas al borde de una peña le mostraba a lo lejos la inmensidad del bosque.
- No te creo, Nico, tu siempre te la pasas inventando cosas – le contestó el muchacho de camiseta amarilla con una incredulidad fingida, puesto que en lo más profundo de si deseaba que en verdad hubiese caído algo del cielo.
- ¿No me crees? Entonces te reto.
- ¿A que?
- Vamos y te lo mostraré.
- Se hace tarde, mejor otro día – respondió sobándose el brazo como sacudiéndose esa tentación de aceptar.
- No seas cobarde, Vamos – sabía bien por donde mover la voluntad de su amigo, lo había hecho antes, además, él quería ver ese supuesto meteorito también, pero tenía miedo de ir solo.
- Es que…
- Anda, será de lo mejor que verás, antes de que lleguen los adultos y se lo lleven, es una oportunidad en mil, Pepe.
- Está bien.
Así pusieron en marcha sus bicicletas, la emoción los invadía a ambos. ¿Verían esa roca incandescente o no encontrarían nada? ¿Sería verdaderamente un meteorito? ¿Valdría la pena? No tardaron en llegar al bosque. La carrera era entre ellos dos, Pepe pedaleaba algo ralentizado comparado con el presuroso pedalear de Nico que mostraba una emoción incontenible ante lo que se hallaría ahí en el espeso bosque de pinos. Ellos iban a contra viento, y este soplaba algo fuerte, se podía escuchar el silbido que era producido por el choque de las corrientes aéreas entre las ramas de las coníferas. El crujir de las llantas al pasar sobre las ramas secas era un estímulo extra y aumentaban la excitación. Pronto algo cambió, algo que los hizo bajar la velocidad de sus vehículos. En el ambiente se detectaba un pestilente aroma sulfuroso. El hedor se incrementaba entre más avanzaban. Intercambiaron mutuas miradas, sabían lo que eso significaba, sabían que se encontraban cada vez más cerca de lo que buscaban y cada vez más lejos del límite donde arrepentirse fuera válido. Llegó un momento en que a los pies de los muchachos, bajo los rines de las bicicletas se formaba una especie de nata vaporosa de un color amarillo. Y entonces lo vieron, a lo lejos, un cráter del tamaño de un automóvil compacto que despedía ese terrible hedor, tan fuerte que los muchachos debían cubrirse la nariz y boca con sus ropas. La pestilencia pronto fue lo último que les preocupó al notar que desde el interior del agujero algo parecía moverse. Se arrastró a los bordes del cráter escurriéndose entre la densa capa amarilla. Se acercó a ellos, pero con una velocidad tal que solo pudieron detectarlo cuando los sostuvo de los tobillos. Eran una especie de tentáculos negros y viscosos que supuraban una pegajosa mucosidad de olor desagradable. Los muchachos gritaban del miedo, se retorcían en sus intentos por escapar, se sacudían con violencia sin lograr cambiar nada, seguían tan sujetos como antes. Pronto eran arrastrados al interior del agujero, sus gritos y súplicas no cambiaron nada. Pronto desaparecieron entre la densa capa de gases amarillos que manaba del orificio hecho por lo que fuera que haya caído la noche anterior.
Al día siguiente una ambulancia llevaba a los dos muchachos al hospital más cercano. Ambos estaban inconscientes, fueron hallados en las inmediaciones del bosque, tenían marcas como raspones y arañazos en el cuerpo, nada preocupante, lo más extraño era una profunda herida que ambos presentaban en los tobillos, como si gruesas estacas los hubieran atravesado y les hubiesen inyectado esa sustancia amarillenta y hedionda que les escurría de la llaga. Sospechaban que pudieran haber sido atacados por algún animal venenoso. Cuando la ambulancia transcurría por la autopista perdió el control de modo inexplicable y se volcó con resultados trágicos. Los paramédicos, todos ellos habían muerto, pero los cuerpos de los muchachos no fueron hallados. Pero hubo algo aún más preocupante que las muertes en si: a los paramédicos muertos les faltaban los globos oculares, a todos ellos.
Hasta hoy no se conoce el paradero de los dos jóvenes.

sábado, 3 de mayo de 2008

miércoles, 16 de abril de 2008

El espíritu destructor

Según la forma en que se mire, el mundo guarda, o no, todavía algunos secretos para nuestra mente. En la opinión de un humilde servidor esos secretos antes mencionados sí existen y son más reales que esta carne que cubre nuestros blanquecinos huesos. Existen, entre los vacíos de lo innominado, entes y fuerzas que la humanidad no se ha molestado, siquiera en imaginar, pues sobrepasan en gran medida lo que el género humano es capaz de figurarse.
A continuación presento un caso sin resolver de lo más extraño. Este caso no ha sido documentado por autoridad alguna, sino que se ha registrado por medio de lo que me ha gustado llamar “la fuente de las mil lenguas”, que se refiere principalmente a las múltiples habladurías de la gente y a espías y fuentes primarias como testigos directos e indirectos (no todos ellos pertenecen, precisamente al género humano, y no pienso dar mayores explicaciones a esto último referido).

A este relato me he jactado en llamarlo jocosamente “El caso del espíritu destructor” título que pudiera sonar más bien a encabezado de revista de tiraje poco serio, si…, de ese tipo de publicaciones entre las que se cuentan historias de vaqueros y temas eróticos, sin embargo los hechos que narraré son tan distintos a ello que no vale la pena hacer comparaciones poco productivas.
En los primeros años de la década de los noventas, en un lugar llamado Friburgo en el oeste de Suiza sucedió que en numerosas zonas de la ciudad se rompían cosas y se destruían objetos desde lo más elemental como ventanas y floreros hasta objetos tan grandes como automóviles, por la acción de alguna clase de fuerza o entidad de inmenso poder. Los sucesos eran tan increíbles que llamaron la atención de la prensa sensacionalista. Por alguna razón, no interferida por mi libertad de suposición, el asunto insistió en ser vedado de publicación alguna por el gobierno suizo. Las razones parecen oscurecidas.
Según el testimonio de uno de los testigos presenciales de tales fenómenos, él había estado guardando un arma de fuego por razones de seguridad personal, “en caso de que al ‘destructor’ llegase a ocurrírsele asomarse por mi propiedad” decía. Y lo hizo. La noche del 3 de Octubre de 1992, a las 2:15 Hrs., según informó el propio testigo, una figura se acercó a las inmediaciones de su morada, un departamento en el tercer piso de un condominio poco lujoso, caminando erguido y seguro por la solitaria calle. Llevaba puesto un abrigo largo, era un hombre de edad indeterminada, alto, delgado, probablemente fornido, era improbable la plena seguridad del hecho por lo grueso del abrigo y la ushanka que usaba (le recordaba, según el testigo, al atuendo de aquellos soviéticos que veía de vez en cuando en las esporádicas imágenes de escenarios moscovitas en los tiempos no tan remotos de la entonces todavía existente URSS). La figura pronto se detuvo en su sospechoso andar. Tal vez sintió la mirada del testigo y actuó con forme a ello en un acto de ‘limpieza’ o simplemente tenía previamente planeado lo que sucedería luego. El que llevaba el abrigo se encaminó a la puerta del edificio y sin mayor problema entró. El hombre que venía de afuera aún no era un sospechoso mayor, podría ser cualquier inocente transeúnte, sin embargo, el que me cuenta estos hechos se alteró a tal modo que sin pensarlo se abrió paso por el desorden de su habitación y tomó el arma que guardaba en un cajón, una pistola semiautomática. Llamémoslo coincidencia, pero pronto comenzaron los destrozos. Los cuadros en las paredes se rompían en pedazos, los cristales y espejos, los muros se agrietaban, la televisión estalló, la estructura de madera de su cama se hizo añicos, no había vibración telúrica alguna en el cuarto, simplemente se destruían los objetos como si fuerzas invisibles se hubieran desatado con furia en el lugar. El hombre en la habitación apuntaba nerviosamente a la puerta esperando que atravesara por ella aquel que causaba los destrozos, pero nunca sucedió. Quizá presa del pánico o en un lapso de éxtasis frenético (me agrada esa expresión) el testigo vislumbró bajo la puerta, en ese espacio sucinto que se forma entre la madera y el suelo, una sombra sospechosa. Sin detenerse a pensarlo descargó una ráfaga de disparos sobre su puerta. Las consecuencias fueron impensables. Los habitantes del edificio pronto salieron para enterarse de lo sucedido y también para satisfacer su curiosidad y morbo. Encontraron los agujeros de bala en la puerta del departamento de nuestro testigo y en el suelo del pasillo el cuerpo agonizante, eventualmente sin vida de la casera. Probablemente con intenciones románticas, puesto que solo estaba cubierta por una bata y de bajo de ella solo había un juego de fina e incitante lencería, se había acercado a deshora a la habitación de su inquilino. Con cierto grado de insolencia (ponga el lector la cifra que deseé en la escala de insolencia) diré que a pesar de lo fino e incitante de las prendas íntimas portadas por la mujer acecinada, estas no lucían tan bien, puesto que la occisa estaba ya entrada en años y con algunas carnes de más. Nuestro testigo nos confiesa todo esto desde la celda en la que hoy se encuentra, también nos confiesa que, efectivamente, llevaba una vida licenciosa a hurtadillas de los demás con la casera, lo que le sirvió para no pagar renta por casi cuatro años. Se descubrió ulteriormente que el relato del hombre tenía algunas bases en el sentido de lo descubierto poco después, por ejemplo: la puerta principal del edificio estaba violada, pero de un modo inverosímil. La puerta era de metal y de igual modo su cerrojo, pero todo su mecanismo interno estaba totalmente averiado, como si lo hubiesen roto con gran maestría y violencia, pero no había evidencia externa del daño, excepto que el cerrojo en si era ahora inservible. Además se encontraron, ciertamente objetos rotos y regados por todo el departamento del testigo, así como resquebrajaduras enormes y altamente incomprensibles en las paredes, muy recientes por lo visto. El relato de nuestro testigo aún es muy discutido.

lunes, 14 de abril de 2008

Gritos en la casa de muñecas


Ahora mis latidos son muy rápidos, un pulso vertiginoso, puedo sentirlo, escucho mi corazón como un enfermizo tambor. Cada vez que late una onda recorre el ambiente. Pudo sentir esa onda y parece limpiar toda la habitación, como barriendo lo indeseado. Y escucho su voz en el otro cuarto, el único sonido que no puede ser barrido. Me llama como quién ha perdido a su pequeña e indefensa mascota. Y en cierto sentido eso es lo que soy ahora, un conejo asustado en un rincón, un perro metido bajo la mesa con la cola metida entre las patas, un ratón temblando frente a la inminente serpiente. Y me llama: “ven a mi”, dice ella con esa voz cantarina y juguetona.
Tiene los pensamientos de una niña de siete años y el sadismo de lo que es realmente, una psicópata. La puerta se abre como las mismísimas fauces del infierno. Grito y no puedo contener mi terror, mis pantalones se humedecen, no puedo evitarlo. Pronto todo acabará. Una sonrisa en sus rojos labios, sed de sangre en sus ojos, un hacha en sus manos…

domingo, 6 de abril de 2008

Eucaristía canibal



(La antesala de una ecatombe)




“Beban de mí, coman de mí. Soy la fuerza, soy la salvación. Mi carne los hará dignos, mi sangre los hará salvos. Aliméntense de mí y sean partícipes de esta sagrada eucaristía” así eran siempre mis discursos. Y siempre terminaban postrados ante mí, adorándome como a un verdadero Dios. Solo espero que el hacedor del universo me perdone por mis actos.
No siento la necesidad de arrepentirme de mis actos, es necesario, es preciso que se haga de este modo, así es como nacerá, desde las cenizas de una ciudad moribunda y caótica, una nueva sociedad, el principio de mi perfecta civilización. Limpia del pecado, entregada a la tarea devota de mejorar para bien a la ciudad entera. Ellos son mejores después de mí, ellos son mejores que antes de ser convertidos y lo planeo con todos. Dios será mi guía en esta campaña.
He de confesar algo. He de confesar la verdadera naturaleza de lo que ha pasado. Yo no soy malo, yo no soy el villano, soy el salvador. Desde los ocho años descubrí que podía hacer algo que nadie más puede. Cuando me hiero mis tejidos son repuestos de forma inmediata. Mi cuerpo se regenera a una velocidad impresionantemente veloz. Un caso impresionante, una vez me corté un dedo entero para probar los límites de esta capacidad, descubrí con gran sorpresa que simplemente no tenía límites, el dedo entere, con todo y el tejido óseo fue repuesto en menos de un minuto, debido a que nada puede dañarme, el indicador biológico de daño, es decir el dolor simplemente no existe, soy insensible al dolor. Cuando alguien me habla de ello simplemente siento nostalgia, de lo que nunca he tenido.
Los primeros años de mi vida todo fue bien, mantuve mi capacidad en secreto, prácticamente nadie sabía de esta. Pero sucedió un día que descubrí que no era una capacidad sencillamente, era algo más allá de eso. Fui atacado por un perro callejero, no me preocupó tanto, no me dolían sus mordidas, pero a este siguieron otros, y me destrozaban vivo. Dejó de ser soportable. Quise salir de ahí, me di cuenta de que me habían sido arrancados pedazos enteros de carne, eran animales verdaderamente feroces. Se alimentaron con esa carne, y luego bebían la sangre que brotaba de esta, se relamían sus enrojecidos hocicos con esas sus lenguas húmedas y largas mientras se acercaban lentamente a mí. No estaban en actitud de ataque, era distinto, era mejor, eran sumisos a mis palabras y órdenes, como si las entendiesen. Algo grande había ocurrido, tenía a mi servicio a una jauría de perros callejeros. Noté después que no solo eran sumisos a mis órdenes, sino que se habían vuelto más fuertes y rápidos de lo que ya eran. Algo muy loco se me ocurrió luego. Engañé a un indigente para llevarlo a mi casa, ahí lo até, lo drogué y lo obligué a comer de mi carne cruda (me arranqué un poco del antebrazo con un cuchillo de cocina) al hacerlo, pareció hacerse lo suficientemente fuerte para librarse de sus ataduras. Se lanzaría contra mi, pero entonces calló de rodillas ante mi, había tragado mi sangre y ahora era un hombre físicamente muy poderoso, pero sumiso ante mi.
Esto continuó así durante semanas enteras, pronto tenía a unas cien personas adictas a mi carne y sangre, pidiéndome que les ordenara cualquier cosa. Y ahora toda la ciudad está en mi mira. La sociedad perfecta se alimentará de mí. No importa cuanto tenga que sacrificar, cuanto haya que perder, soy su Mesías, el salvador de su miseria. Dios me daría la razón. Mi carne los hace fuertes, mi sangre los vuelve parte de todo, los vuelve irremediablemente míos. Es hora de que se unan a mí, o perezcan. Por la fuerza o por voluntad, pero todos me seguirán. ¿Quieren un pedazo de mí? No tienen mas que pedirlo. Eucaristía caníbal.

lunes, 24 de marzo de 2008

Síndrome Banshee


“Es hora de marcharme”, dijo ella con las llaves del auto jugueteando en sus manos. Es la tercera vez que la veo, es la tercera vez que alguien provoca algo así en mí. Es deseo, creo que eso, ¿de que otro modo se explica una erección? Me acerco a ella, y la abrazo para despedirme. Corresponde y el sonido de las llaves golpetea mi espalda.
“¿Te veré de nuevo?” su sonrisa silenciosa y esa mirada tan lasciva me dieron la respuesta. Algo se mueve de nuevo, algo se retuerce en mi cabeza, y el dolor estalla repentina mente. De nuevo veo cosas, de nuevo siento cosas, imágenes y sonidos sin control, ella sube al coche y no nota mis convulsiones. Me retuerzo en el umbral de esa vetusta casa familiar y caigo al suelo, estallaré, lo sé, lo siento. El ruido del motor. La veo a ella, la siento, huelo claramente su perfume, escucho su melodiosa voz, puedo ver sus ojos ocultos detrás de las gafas de sol. Y siento el fuego.
Mi cabeza estallará, mi alma volará en mil pedazos. Es uno de esos ataques que me dan, es una revelación, una de esas dolorosas visiones que me asaltan cuando la muerte está cerca. Y ahora lo está más que nunca…
Recobro mi cuerpo, recobro mis sentidos y mi serenidad, tan súbito como llegó se ha ido. Y escucho el sonido del motor que está siendo encendido. Me levanto y con una histeria desenfrenada (como solo la histeria sabe serlo) salgo del umbral y grito, intentando persuadir a una mujer de no morir. Pero el vehículo se mueve más rápido que mis piernas y da la vuelta en la siguiente esquina. No pude detenerla. Me quedo parado y recobrando el aire que dejé escapar de mis pulmones al gritar y correr. Y entonces sucedió. Un estallido se escucha a lo lejos, trozos de fierro y cristal, puedo imaginármelo, o solo recordarlo (ya lo vi hace un momento). Me quedo quieto, parado, sin reaccionar. Y solo suspiro. “Conste que lo intenté” me digo para mis adentros y regreso plácidamente a casa, es hora de mi telenovela…

viernes, 8 de febrero de 2008

Cisne y Serpiente




Ella se desplazó con la dulzura de la que solo es capaz una combinación tétrica entre serpiente y cisne. Se separó de su grueso abrigo blanco, este se dejó caer luego como un inusualmente pesado copo de nieve. Sus piernas se abrieron para posarse sobre mí. Yo no lo disfrutaba, como podría haberse pensado, no podía sentir ninguna clase de placer al estar amordazada y atada a una silla incómoda de madera. Sus labios se paseaban por mi cara, pero no eran húmedos, más bien eran ásperos, calientes, enrojecían mi piel, siempre había sido de dermis delicada y tenía que usar cremas para que el sol no me dañara.
"¿Me deseas?" Susurró a mi oído aquella femenina criatura. "Claro que te deseo, no importa que seamos del mismo sexo, eres una belleza imposible de no tomar en serio, eres mi ideal estético de mujer, eres perfecta, excepto en el hecho de que eres una psicópata" pensaba yo mientras ella seguía contorsionándose y restregándose sobre mi. Mi lesbianismo nunca me había causado problemas, pero esa mujer parecía haberme secuestrado precisamente por esa razón. Y ella continuaba paseando sus labios sobre mi rostro, pero pronto se aburrió de este y se desplazó a mi cuello, mis hombros y, luego, despojándome de mi sujetador, movía juguetonamente su boca por mis pezones, hasta ahora todo era ya soportable, a pesar de no ser agradable, no me llaman la atención los juegos sadomasoquistas.
Deseaba a esa mujer, pero habría sido mucho más conveniente en otras circunstancias. Algo cambió terriblemente, algo que era indicador de que esto no se trataba de algo común (entiéndase como se entienda), de algo "humano". Ella paseó su lengua bífida por mi pezón izquierdo. ¡Si, dije lengua bífida! era viscosa, húmeda y caliente, pero no por el calor corporal, sino por esa saliva corrosiva que le escurría y que irritaba mi piel a niveles peligrosos.
Ya antes la había comparado con un cisne y una serpiente, pero ahora sé que ella es toda serpiente y nada de cisne, lo que tenía de esta ave se ha caído ya, su plumaje yace en el suelo en forma de grueso abrigo de invierno.
¡Me ha disparado en un brazo! El dolor es insoportable, y más aún cuando ella hunde su larga lengua en mi herida para lamer la sangre. Parece no convencerle el sabor y me mira fijamente con esos ojos bellísimos, hechizantes, hipnóticos.
"¿Me deseas?" me pregunta de nuevo, a pesar de todo, no sé que tanto ha cambiado la respuesta desde la última vez. Ella es hermosa, es impresionantemente bella y a pesar de todo, elegante. Su boca y su conducta inhumana son lo único que la separan de ser la más hermosa entre las más hermosas criaturas. Sostiene el arma cuando me ve fijamente, me desea, pero no como mujer, ¿entonces, como?
Quita la mordaza y antes de que yo pudiera reaccionar ella me besa y su lengua se sumerge en mi boca. Me quema, me lastima, se hunde cada vez más profundo, no sé que tan hondo ha llegado, pero si es bastante. No soy su juguete, no soy su amante, no soy su víctima ni su diversión. ¡Soy su alimento!
Me voy con una seguridad en mi poder, he besado a la mujer más hermosa del planeta, y puedo dar mi alma como aval de este juramento.

jueves, 7 de febrero de 2008

El último juego de maullidos


Si eso no hubiera bastado, no sé que más hubiera hecho. Tal vez ya no me quedaban ideas, y tuve que utilizar un último recurso indeseable. Me arrepentiré de ello en el futuro, lo sé, muchos han hecho cosas parecidas y tienden al amargo arrepentimiento posterior. Me he perdido de nuevo, ¿Qué estaba yo diciendo?
Ya no importa. Mañana todo se olvidará como suele suceder. A nadie le interesa la muerte de un gato, ¿verdad? A mí si me importa, yo lo maté, tuve que hacerlo, tuve que silenciar a ese terrible espíritu disfrazado de minino. Quizá ahora pueda disfrutar pacíficamente de una taza de descafeinado, mi doctor me ha recomendado no consumir cafeína o nicotina, así que me veo obligado a obedecerle. ¿Qué tengo? Interesante pregunta, realmente no lo sé. Realmente no me han podido diagnosticar nada. Alabo a la ineptitud e incompetencia médica de este miserable país, nadie sabe lo que tengo y mientras tanto soy libre, en lo que cabe. Tengo un par de proyectos en mente que no podía concretar por el demoníaco acoso de ese mal nacido felino.
¿Demasiado habar de ese infernal gato? Ah, claro, me disculpo, solo he contado que maté un gato, pero nunca he dicho el como ni el porqué. Para saciar curiosidades intentaré contar esa loca época en la que comenzaron los maullidos. Recuerdo que aquella primera mañana mi esposa estaba cocinando y yo me vestía para el trabajo, como de costumbre, pero en esta ocasión había algo distinto. Desde la ventana un maullido se dejaba oír, era constante y pronto comenzó a resultar molesto. Le grité al vecino que callara a su odioso gato, desde el balcón contiguo ese embustero de mi vecino negó la existencia de un gato, pero no podía ocultar a ese infeliz felino por mucho tiempo, cuando se descuidara yo me encargaría de él.
Esa noche mi mujer me contó acerca de la vecina, de lo feliz que era ahora ese matrimonio con su nuevo miembro. Yo contesté con un tono molesto que si bien ellos eran muy felices, el escándalo que causaba era terrible. Mi esposa solo me miró con aires de extrañeza, “lo que me faltaba”, pensé, “incomprensión de parte de mi esposa, este matrimonio irá en picada antes de darnos cuenta”.
Los maullidos de ese molesto animal me aturdían los oídos día y noche, y me negaban la concentración. Por aquel entonces mis niveles de cafeína diarios eran tan altos que mi orina bien había podido ser tan oscura como el café en cualquier momento. Pronto mi desesperación creció a un nivel insano, planeé una estrategia para deshacerme de esa criatura infernal, sus terribles lamentos eran cada vez más frecuentes y fradaban con insistencia en mi cordura.
Una taza de azúcar, clásico, pero no tan clásico es tener un cuchillo de cocina fajado en el cinturón, oculto por su puesto, así en lo que la vecina me surtía con la dulce azúcar yo silenciaba al maldito gato. Toqué a la puerta, me abrió mi bella vecina, bien podría tener con ella alguna aventurilla futura, “si, se me ofrece algo” esa taza se fue hacia la cocina en las manos de esa mujer de encantadoras curvas, que últimamente habían lucido algo flácidas desde que regresó de aquel viaje. Seguí los maullidos, estos psicópatas cuidaban tanto al animal que le tenían un mueble cuna especial. No lo pensé y lo atravesé solo dos veces, más que suficientes creo yo. No importa si la mujer se espanta con el cadáver del minino después. Lo negaré todo. Me deshice del cuchillo cuando regresé a casa. Efectivamente, poco después se escucharon los gritos aterrados, no entiendo por que tanto alboroto por un gato, hay policías y… ¡Se llevan a mi vecina!
Algo no me parece normal, ¿desde cuando el asesinato de mascotas es un delito grave en esta ciudad? “Yo no se nada, yo no se nada” decía cuando alguien me preguntaba. Regresé a mi habitación y mi mujer me pareció muy angustiada.
Creo que en un tiempo se olvidarán del asunto, los gatos no son gran noticia por demasiado tiempo. Y esta es la historia de ese odio animal del que me he deshecho. No siento culpa aún por ello, pero tal vez pronto. Mientras tanto continuaré tal como estaba, con mis proyectos, con mis planes, con mi tranquilidad, con mi recién recuperada paz.
¿Policías, en mi puerta? ¿Qué querrán?...

martes, 15 de enero de 2008

Nacho Vegas - La cancion de Michi Panero

¡Largo ya de aqui! ¿Que quereis de mi? ¿Es mi alma o es mi dinero? Si de uno carezco y la otra es una anomalia en esta vida.

La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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