viernes, 29 de agosto de 2008

Experimento No. Cinco (Anhelos autodestructivos malogrados)


Creí que moriría esta vez pero algo salió mal. Como suele pasar. Esperaba que esta vez tuviera éxito, pero solo obtuve una decepción más. El veneno debía estar en mi estómago ahora y no debería haber espasmos. Pero mi vómito no pensó igual y decidió aparecerse por sorpresa. La mayor parte del tóxico fue expulsado. Me encuentro muy débil, mi cuerpo no aguantará demasiado. Mi cabeza está ardiendo, mis dedos se enfrían. No esperaba esto, no esperaba sufrir esto, no de nuevo. Me arrastro hasta el botiquín, me atragantaré de analgésicos para no sentir dolor. Espero aguantar suficiente. Extiendo mis cicatrizadas manos hacia el gabinete mientras recargo mi cuerpo sobre el lavabo del baño. Los pastilleros caen en una tediosa lluvia sobre mi cabeza. Busco entre los que se encuentran tirados para ver si hay lo que busco. Pero no logro ubicar nada a tiempo. Colapso, me convulsiono, es muy tarde, ha alcanzado al sistema circulatorio, en cualquier momento el cerebro se apagará en un sordo silencio. ¡Ahora!

Silencio… silencio… silenciosilenciosilencio…


Ignoro cuanto tiempo me fui esta vez. Mi cuerpo aún no está lo suficientemente caliente. El tono muscular todavía no retorna, así que estoy acostado bocarriba sin poder moverme. Mi respiración comienza lenta, en un principio, pero va ganando velocidad con el paso de los segundos. El dolor regresa poco a poco, a medida que voy recuperando la sensibilidad. Logro mover mis aún fríos dedos. Mis ojos y oídos vuelven a funcionar a toda su capacidad. Todavía tengo vómito en mi boca y me encuentro recostado sobre mis propias porquerías y los pastilleros regados por el suelo de azulejo azul celeste.
Con esta, creo que van cinco vidas.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Percanses a pequeña escala o La risa ominosa que no parece risa



Entre las astillas de un viejo tronco que los leñadores han olvidado parece removerse con curiosos temblores un trozo de corteza. Desde ahí un bicho aparece, un enorme escarabajo de color verde metálico, rechoncho y con mandíbulas de un tamaño mayor al de su propia sección encefálica. Mordisqueando la leñosa cascarilla corta trozos que ahora parecen humedecidos por el aún presente sereno de las madrugadas. Pero no es madera lo que la alimenta, sino lo que hay entre esta. Huevecillos, diminutas cápsulas opalescentes de material esponjoso cuyo sabor aprecia este coleóptero más que cualquier cosa en su precaria vida. Escarba entre la madera mohosa con sus grandes mandíbulas, devorando cuanto huevecillo descubre. Su labor se ve, de pronto, interrumpida por una presencia extraña. Se queda quieto, intentando percibir con sus gruesas y ramificadas antenas alguna señal de peligro. Nada, no parece haber nada. Así que, golosamente, continúa su labor. Sin embargo, un molesto sonido lo hace huir de repente. Una vibración atípica, como la que produciría una uña al barrerse por entre los dientes de un peine metálico. El chillido es agobiante, para los delicados sentidos del humilde escarabajo. Y solo tiembla en su lugar, batiendo, bajo su reluciente y gruesa coraza, sus alas transparentes, intentando volar para escapar. Pero algo lo detenía en el suelo.
Cuando logró, finalmente, librarse de aquella tortura sonora emprendió el vuelo rumbo a cualquier lugar que pareciera seguro. Se posó cerca de lo que parecía ser un agujero en lo alto de un ahuehuete. El sitio era húmedo, oscuro y fresco, parecía ser muy seguro. Hasta que desde el interior de ese sitio el ruido surgió nuevamente con bríos renovados. Antes de que intentara cualquier cosa unas manos delgadas con dedos largos y huesudos y unas uñas largas y puntiagudas, rápidas como un suspiro, surgieron del interior. Atraparon al coleóptero y lo arrastraron cueva adentro donde pereció en las fauces de la criaturilla. Que sonreía despiadada al mordisquear con su sucinta pero aserrada dentadura al insecto. Y al terminar de engullirlo soltó lo que para este ser resultaba una carcajada: un sonido vibrante y metálico combinado con agudas vocalizaciones intermitentes y ominosas.

- ¿Escuchaste eso? – inquirió asustado el caminante a su compañero.
- Ya déjate de chingaderas, que tenemos que llegar para antes del mediodía al campamento.
- No, te juro que escuché como si se riera un niño, pero raro, como con eco. Ha de ser cierto que se aparecen chaneques por aquí, ¿no?
-Mejor te apuras y te dejas de mamadas, se hace tarde - él realmente lo había escuchado también, pero al reconocerlo aceptaría su miedo.

Desde el agujero del ahuehuete unos ojos saltones y amarillos esperaban el anochecer con una sonrisa afilada y funesta.

La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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