viernes, 30 de octubre de 2009

Sombras que respiran

— ¿Donde estas? —pero no responde a mi llamado, se oculta en las penumbras del gran salón. La siento, siento su presencia, pero no logro identificar su posición. Se escurre cual gusano por entre los altos pilares góticos y entre los viejos muebles que ya cargan con el mohoso aroma de los años y la corrosión. Mis pasos no son más que ecos mudos en el penumbroso salón. El frío recorre mi espalda anunciando la traición de mi voluntad. En mi piel se manifiesta el aturdimiento que me causa la sospecha. Pero ella no se manifiesta. Escucho su respiración en mi nuca, pero al girarme, solo veo oscuridad.
Mis ojos apenas logran percibir lo que hay a diez pasos, pero con una claridad menguante, como un espacio difuminado en la negra inmensidad. La convoco una vez más, aún sostengo la daga en mis manos trémulas, mi única defensa, tal vez inútil, ante esta extraña manifestación de todos los miedos.
—¡Muéstrate!
—Pero, si aquí estoy… jamás me he escondido —el eco de una voz ajada resonó en el gran salón bajo la cúpula desde una posición indeterminada —eres como el pez que no ha descubierto el agua, eres como el errabundo al que los árboles no le permiten ver el bosque, pues yo siempre he estado contigo, acariciando tu piel, sintiendo tus pasos. Soy todo lo que vez, o mejor dicho, lo que te impide ver, soy sobre lo que caminas, soy el aliento en tu espalda, soy lo que ahora mismo respiras…
Mis manos entumecidas de horror dejaron caer el arma que hizo un ruido metálico al chocar contra el suelo marmóreo, mis ojos exorbitados, en una expresión aterrorizada giraban incontenibles buscando la fuente de la cadavérica voz, sin éxito y cada vez con menos esperanza. Me sentía observado y vulnerable. Y de pronto vino su última frase, con tenues pinceladas de una fría ternura, que a mis oídos llegó cual sentencia en el cadalso:
—Yo, querido hombrecito, soy la oscuridad…

viernes, 2 de octubre de 2009

Vicente y Lázaro

— ¡Vicente! —gritó desde su estudio, se sentía exasperado, tenía mucha prisa y no podía permitirse un solo momento de retraso. Pareció que la orden no fue escuchada, tal vez su criado se encontraba dormido. Mientras tanto él no paraba de esculcar entre las hojas inútiles de cada cajón. Los libros de su escritorio fueron cayendo uno a uno, y al volar por los aires en desesperación parecían extrañas especies insectiformes de otras dimensiones.
Llamó otra vez, y otra, más fuerte, más exasperado, nuevamente sin respuesta. Su despacho era una zona de guerra, el escenario de una hecatombe y sus gritos sonaban cada vez más rasposos en el encerrado aire de esa polvosa habitación. Cada rincón, cada trozo de su vida pasando entre sus enflaquecidos dedos, parecían los de un muerto, como ráfagas fugaces de añejas verdades ahora inútiles.
— ¡Vicente! —profirió otra vez. Esta vez el desconcierto del recién despertado criado produjo un sobresalto. Se colocó la bata y salió despedido de su cómodo colchón. Desde el pasillo se advertía la escandalera. El corazón le palpitaba con la fuerza de un demonio golpeando los timbales del infierno. No dudó además en llevar su revolver cargado y listo, podría ser de necesidad. Con sigilo se acercaba a la puerta del despacho de su amo.
En el interior una quijotesca sombra se alzaba junto a la ventana, en su mirada una emoción indescriptible era reflejada, en su mano sostenía un extraño artefacto metálico parecido a una pirámide con grabados extremadamente intrincados. Sus ojos hundidos en su cráneo se cerraron, el dolor que le achacaba no estaba en su cuerpo “¿qué cuerpo?” se preguntaba. Era un sufrimiento del alma, una honda y perversa restricción del calor de la vida, una fuerte zozobra espiritual. Mil purgatorios se abrían ante sus opalescentes ojos.
La puerta fue abierta de un solo golpe intempestivo y el criado penetró en la habitación esgrimiendo con valor el cañón de su arma. Al distinguir aquella larguirucha silueta a contraluz en el ventanal descargó su arma. Pero eso no afectó la estabilidad de lo que sea que estuviera ahí parado, lo único dañado fueron los emplomados de la ventana. Pero entonces, y ante la atónita mirada del veterano mayordomo, la figura le habló:
—Vicente, estoy muerto, ¿no es así?
El pobre criado fue a dar al suelo, sus rodillas no soportaron la impresión. De pronto un frío sobrenatural invadió la estancia. En lugar de palabras el encanecido hombre solo dirigió un vapor cálido y rezumante a su cadavérico amo. Un sofocante hedor a tierra podrida casi provoca un reflejo vomitivo en Vicente, algo que con mucho esfuerzo pudo al fin contener antes de perder la conciencia.
La mañana descubrió un despacho vuelto un centro de entropía, con objetos y documentos regados por todo el lugar, así como muebles volteados y rotos, un sirviente del antiguo, y recientemente finado, dueño, desmayado en el suelo y una masa de cenizas grisáceas y malolientes cerca del ventanal, sobre esta yacía un raro artefacto como una pequeña pirámide metálica con extraños e intrincados grabados.

domingo, 21 de junio de 2009

Flamme

Se hacía llamar Sophía Flareaux, no entiendo cómo esto podía ser, no era una mujer, no era una persona, solo era una flama, una llamarada azulada que flotaba irreverente y melancólica. Se movía a mí alrededor y de arriba abajo formando Eses horizontales. Describirla es difícil, comprenderla lo es aún más, su naturaleza no es algo común en la tierra, o mejor dicho en esta tierra, el dominio de lo que se conoce, de lo que se ve, toca, huele, escucha, aún con aparatos especiales, aún cuando están fuera del alcance de nuestro espectro limitado de luz, hay aparatos que miden lo invisible, esos rincones que los dioses cubren como trampas, como puzles. Pero ella, o mejor dicho eso, no pertenecía a este reino que describo, no podría ser medida, y seguramente era desconocida incluso para los dioses más antiguos. Pero aún así se llamaba Sophía Flareaux y sentía su voz en mi interior, como si naciera de mi médula, y recorriera todo mi cuerpo, mis huesos, mis músculos, mis vísceras y mi piel.
— ¿Qué eres? —pregunté con una cara de asombro indisimulable.
— Soy un efecto —dijo ella con esa voz profunda y femenina, con ese tono de melancolía arcaica que parecía nacer desde mi interior.
Algo en esa masa de incandescencia movió mis sentimientos profundamente, algo en mí se enterneció, pude sentir esa desolación que la invadía que hacía parecer sus flamas como lágrimas que subían y se perdían en la ubicuidad de las penumbras. Era un sentimiento fuerte, una súplica, un ruego conmovedor. La noche hacía desaparecer mi entorno con sus sombras, desaparecieron los árboles, desapareció la hierba, desaparecieron las nubes y se esfumaron también las lejanas montañas, en esas tinieblas solo éramos ella, plasma y calor, y yo, carne desarmada. Se movía con la liviandad de una mariposa, pero la técnica de una libélula. Deseé otorgarle un poco de consuelo, sentía tan arraigada en mí su melancolía que tuve la necesidad imperante de abrazarla, de haber tenido un cuerpo lo hubiera hecho así. Mi mano, repentinamente, casi por propia voluntad, dirigió mis dedos a la ígnea entidad. Pero al sentir el dolor punzante retiré la mano lanzando un alarido breve pero fatal.
No sé si solo se retiró o se apagó para siempre, no sé si volverá a encenderse aquella flama fatua, fantasmal, amorfa y desconsolada. Mis dedos no han sanado aún, pero juro que volvería a intentar acariciarla.

lunes, 18 de mayo de 2009

Pixie

Una bruma que parece casi sobrenatural lo envuelve todo. Una figura deambula por aquellas calles humedecidas. Él no es alto sino bajito, no es elegante sino pomposo, no es un bastón, es un paraguas recogido. Camina entre la espesa neblina industrializada, sus pasos producen un sonoro ‘tap’ por cada paso que da. En su mano lleva un guante de cuero (el motivo es misterioso). Va vestido con un traje de un gris alegre (¿cómo puede ser alegre un color tan nostálgico?) y lleva un bombín negro que cubre una cabellera parcialmente encanecida. Lleva una sonrisa despreocupada, como la de un niño, y sus ojos tienen un brillo de encantadora inocencia, como los de un gatito. Marcha y las suelas de sus zapatos bien lustrados siguen sonando casi con aire lozano: ‘tap, tap, tap, tap’.

En su andar se encuentra de súbito, frente a un cementerio. Los cristos y querubines de piedra que adornan las tumbas parecen, incluso, sonreírle a aquel misterioso paseante mientras lo siguen con una mirada inmóvil y fría como la piedra de la que está hecha. El curioso hombrecillo sigue su andar. Las calles son de un color insistentemente gris, las pocas gentes que pasean por aquellos lugares llevan muecas por rostros, que expresan pena, nostalgia, irritación e incluso indiferencia criminal. Las aves se guardaban su canto, los árboles carecen de hojas que los arroparan y el suelo húmedo refleja pura melancolía. Uno, mientras se viera atrapado en aquellas calles, no podrá dejar de pensar en lo desdichados que se sienten, en la ropa que no se lavó, en el café que se les derramó, en la grosería que no debieron decir, en el cachorro que tuvieron en la infancia y que perdieran súbitamente.

Pero rompiendo el silencio, en el que casi pueden escucharse los sollozos de los transeúntes confundidos con el gemir del viento entre callejón y callejón, se oye de pronto un característico y sonoro ‘tap, tap, tap’ que por razones incomprensibles hacen de pronto, todo más alegre. Los pensamientos tristes de los que lo escuchan eran rotos repentinamente para ser reemplazados por la duda, “¿de donde proviene ese sonido?” se preguntan y entonces lo ven venir. Bajito, con traje gris y bombín, un paraguas en la mano izquierda y lo que parecía un guante de cuero en la otra, zapatitos bien lustrados, caminando con aire pomposo y presumiendo una sonrisa que inspira diversión por su ingenuidad manifiesta, y sus ojos, grandes y brillantes nace así, en los corazones más reblandecidos, una ternura que desarma al momento. Algunos lo ven pasar con la mirada clavada en él, otros solo de soslayo, pero todos lo advierten. Ahora, las aceras se ven más claras, como iluminadas por un sol que no existe, la bruma que lo inunda todo parece más… divertida, y en los cristales de los escaparates re reflejan las espontaneas sonrisas casi involuntarias de quienes divisan al hombrecillo de gris.

No obstante, en cuanto lo pierden de vista, sus rostros vuelven a su amargura inicial, y la luz aparente que iluminaba la escena, se apaga dejando lugar a la atmósfera gris de aquel cielo eternamente nublado por el smog. Y así, todos se olvidaban de aquel momento de breve felicidad, donde la monotonía de una ciudad gris se vio rota por una luz que iluminó y alegró un poco ese mismo gris.

Pero los zapatos lustrados siguen andando, por calles y caminos muy diversos hasta que su ‘tap, tap’ se escucha entrando en un callejón. Este llega hasta un edificio abandonado que todos ignoran. En la seguridad de aquel solitario escenario, algo inimaginable acontece. El hombre de gris que viste bombín comienza a experimentar una metamorfosis extraordinaria. Primero vira la cabeza hacia arriba, lanzando su luminosa mirada al cielo gris. Y su espalda se arquea en un ángulo imposible. Sus dedos se retuercen y sus piernas parecen torcerse. Su piel se arruga y pliega, como una bolsa de hule desinflándose. De entre los pliegues de esta sale un ser inhumano, o tal vez un poco humano. Es un niño, o de eso tiene aspecto. Está en posición fetal sobre lo que antes fue una piel y un traje gris alegre. El niño, calvo y de piel clarísima y rosada, casi resplandeciente, levanta su mirada, ojos grandes y luminosos, repletos de inocencia, se asomaron a un mundo conformado por un callejón frío y húmedo donde la bruma impera. Y, de improviso, sonríe divertido e ingenuo. Dejó todo donde está, el paraguas, el bombín, el traje gris y la piel de hombre adulto. Ahora ha salido de su capullo y ha dejado de ser una larva.

Toma solamente el guante de cuero, que por ser tan pequeño, constituye un perfecto trajecito al ser modificado un poco. Y así se adentra en aquel desvencijado edificio abandonado, para alegrar sus melancólicos interiores con su presencia y su ‘tap, tap’.


sábado, 9 de mayo de 2009

Verde ominoso

Del bosque surgía un murmurante viento, como el eco de un grito proferido hace siglos. Las hojas se alborotaban al paso de la corriente, elevándose en una danza fantasmagórica. El olor a tierra y a hierba lo inundaba todo, un aroma vegetal y vetusto. Un hombre yacía en el suelo, la luz del sol que atravesaba la arboleda llegó a sus ojos produciéndole incomodidad. Despertó sobresaltado lanzando una honda inspiración.
Sus manos estaban débiles y tardó un rato en poder moverlas, tiempo que se volvía una enloquecedora eternidad, la desesperación inundaba a aquel desdichado. Su nariz, muy cerca del suelo, resoplaba levantando las hojas junto a su rostro. Quiso mover su brazo derecho, pero descubrió que aún estaba muy débil, lo intentó una y otra vez, hasta que finalmente lo fue elevando lentamente, pero tan rápido como sus músculos se lo permitían. Lo apoyó en el suelo para darse vuelta. Tardó un rato más en conseguirlo. Su vista ahora estaba dirigida al cielo, que se entreveía azul tras las hojas de los altos árboles. El verde lo invadía todo, en todas las tonalidades posibles. Desde el oscuro de entre los matorrales, hasta el más claro, casi fluorescente del musgo que revestía los troncos de los árboles y las rocas cercanas. Logró distinguir, también, insectos que revoloteaban sobre su cabeza, libélulas, polillas, mariposas, saltamontes y catarinas. Sintió que se trataba de una visión demasiado bella para una situación tan desesperada y terrible como en la que se encontraba. Calculaba que era apenas medio día. Intentó incorporarse, ese era ahora su reto. Lograr levantarse. En el proceso se percató con horror de algo en lo que hasta entonces no había reparado: su pierna izquierda, no la sentía, de la rodilla para abajo, el cuerpo estaba mudo. Intentó, aterrorizado, dirigir su vista en aquella dirección, pero no podía aún incorporase lo suficiente.


Sin rendirse, continuó tratando de elevar su mirada sobre su barriga para saber qué había pasado con su pierna izquierda. Al conseguirlo finalmente lo que descubrió lo dejó perplejo. La raíz de un árbol había atravesado su extremidad a la altura del fémur. ¿Cómo era posible aquello, cómo una raíz crecería tan rápido, en el transcurso de una noche? A no ser que no hubiese pasado solo una noche, y rápidamente (las fuerzas en sus brazos habían vuelto lo suficiente para permitirle aquella brusquedad) se llevó las manos al rostro, para evaluar la posibilidad que lo había asaltado en aquel instante. Su barba apenas estaba creciendo, calculaba que tenía tan solo un día. Aquello era imposible. Se arrastró hacia atrás para liberarse, pero se descubrió atorado irremediablemente.
Desde las profundidades del bosque, el viento sopló, como la exhalación de una bestia. Arrastraba consigo una fragancia a tierra antigua y hierba verde. Con este repentino disturbio en la quietud del mágico lugar vino también algo peor aún. El hombre distinguió en las inmediaciones el sonido inequívoco de pisadas. Pero en lugar de alegrarse, su corazón se encogió. Sintió su sangre helar al distinguir, como poco a poco los pesados y arrítimicos pasos se acercaban. Lo vio entonces. Entre la espesura una figura surgiendo. Hombre ridículamente alto, llevaba una chamarra de cuero color café sucia y gastada, al igual que sus jeans. Zapatos de obrero plenos de lodo y hojas secas. Y su atributo más escalofriante era su máscara de gas, no podía distinguirse ningún aspecto de su portador. Llevaba una ushanka empolvada y guantes de electricista. En su mano derecha portaba un gran marro con señales de desgaste y unas oscurecidas manchas secas.


Tras la máscara su respiración se escuchaba profunda y hueca. El pobre hombre dejó correr la cálida orina por entre sus piernas presa irremediable del miedo. Pareció, tan solo pareció, que ese espeluznante ser gruñó tras la máscara casi a modo de pregunta, y como una respuesta inmediata e imperativa, las profundidades del bosque resoplaron nuevamente, con fuerza mayor. El viento pareció pronunciar alguna ominosa palabra mientras recorría las hojas en las copas de los árboles y levantaba la hojarasca. Era una palabra sin significado en cualquier lengua de los hombres, pero la criatura junto a aquel desdichado supo interpretar la orden. Dirigió un brutal golpe al hombre indefenso, con su gran marro, esparciendo en el acto la sangre y los sesos por las hojas caídas y putrefactas y embarrando de escarlata el musgo sobre la corteza del árbol cercano.

Con el paso de los días, las raíces crecieron en el interior del cadáver, alimentando al gran roble al que pertenecían.

miércoles, 22 de abril de 2009

El CyberDestinatario

Más que una persona, parecía un tomacorriente. Se elevaba a tres metros del suelo. Los cables le perforaban la piel en casi todo el cuerpo, hasta en los rincones más insospechados. Había dos cables que estaban insertados en el lugar donde debieran estar sus pezones. Las guías y alambres a los que estaba conectado eran de tamaños distintos, grosores variados, pero todos recubiertos con una especie de forro de caucho completamente negro, aunque deslucido, en algunas zonas este se encontraba roto y dejaba ver el alambrado de color plomizo. Todos llevaban dirección hacia el techo en donde se unían a un enorme sistema de máquinas, pantallas, luces, más cables, engranajes, mecanismos, y circuitos en una composición extremadamente caótica. Todo este conjunto producía un incesante ruido, zumbidos, silbidos suaves, pitidos intermitentes, vibraciones de alta y baja frecuencia que de vez en cuando hacían retumbar las paredes del lugar. En ese sitio no había más luz que la producida por los extraños e ininteligibles monitores colocados anárquicamente por todo el lugar, así como algunas luces parpadeantes en sitios poco funcionales. El suelo, el techo y las paredes eran de acero y en este había algunas rejillas por las que entraba el aire, así como un vapor áspero y de aroma duro e industrial, como thinner y asbesto, que hacían difícil la respiración. En las paredes había, también, grabados en relieve de lo que parecían ser líneas de circuitos tras los férreos muros.

Él era terriblemente pálido y llamaba la atención la total ausencia de bello y las partes mecánicas de su cabeza y su cuerpo. Las guías del cableado al que estaba adherido (o mejor dicho: conectado) lo mantenían en una posición de crucifixión. Su mirada era carente de emoción alguna, no inspiraba serenidad ni mucho menos, en cambio, sus ojos rígidos producían una profunda inquietud y desasosiego. Podía moverse con relativa libertad, siendo levantado y transportado por los cables, que en tal proceso semejaban tentáculos delirantes. Y movía las extremidades con lentitud cuasi solemne. Su desnudez pasaba desapercibida cuando se contemplaba el conjunto estrafalario e impactante. Sin embargo, aunque un enorme cable con una forma más bien aovada sustituía la zona de sus testículos, el pene estaba prácticamente intacto, si excluimos el tubo de minúsculo diámetro que procedía del orificio uretral y se prolongaba hasta el techo junto con todos los demás cables que surgían de su macilenta corporación. Pero su famélica apariencia, lejos de provocar pena y compasión inspiraba aún más desconcierto y horror.

Y así me postré tembloroso ante la maraña de cables en que se había convertido aquel hombre y le entregué aquel portafolio negro cuyo contenido ignoraba. Lo levanté sobre mi cabeza mientras que –por protocolo– yo permanecía hincado en el frío metal del suelo. En lugar de usar sus manos, unas tenazas robóticas surgieron de sabe Dios que rincón para recoger la entrega. Sus fríos e inexpresivos ojos me miraron entonces y con una voz apagada, apenas existente –que más bien podría decirse que la sentí en mi cabeza que con mis oídos– me ordenó que me fuera.

No recuerdo exactamente el cómo salí del edificio, pero cuando me di cuenta estaba parado frente a la calle. Era de noche y no había ningún automóvil. El viento corría fresco –luego de sentir aquel viciado aire del interior el smog de la ciudad me parecía la gloria– y para iluminar el lugar solo había unas cuantas farolas titilantes y que emitían una luz extenuada.

Por un instante tuve la sensación de haber hablado con un tostador o un CPU de un futuro ominoso y hasta un poco sardónico. Justo ahora no me queda la seguridad de haberlo vivido o soñado.


martes, 21 de abril de 2009

Idilios tras la muerte


La muerte guarda secretos realmente insospechados. Es de noche y la primera lluvia de la temporada cae sobre la ciudad. Deja en el aire un suave aroma a tierra y concreto mojados, es enervante y se combina con los sonidos de las gotas golpeando contra los techos y cristales de los edificios y automóviles.
En las afueras de la ciudad dos edificios se alzan. Están separados por una carretera recientemente remodelada. Ambos guardan oscuros secretos y trágicas historias que no se mezclan entre sí en el mundo de la vida. Su unión, más que en la geografía, yace en las memorias entrelazadas tras la muerte que sus paredes guardan.
Uno de ellos es una casona antigua, datada de los años cincuentas. Ha sido abandonada por sus últimos habitantes, que vivieron en los años ochentas. Del lado de la carretera, un balcón se asoma, ya derruido por el tiempo y el descuido. En la última ocasión en que hubo vida humana en este edificio, lo habitaba un hombre con serios problemas económicos y psicológicos. Su mujer había desaparecido hacía poco, le debía dinero a la mitad de los usureros de la ciudad y acababa de perder su último empleo en seis meses. Las salidas se fueron constriñendo hasta desaparecer. No quedaba mucha esperanza para salvar su vida y su alma. Robó, asaltó, allanó propiedad privada, e incluso fingió su propio secuestro. Para volver más creíble esta última maniobra, en su desesperación se amputó uno de sus dedos. La historia culminó trágicamente. Se suicidó colgándose en el último piso de su casa. Su cuerpo oscilante asomaba al balcón, pero nadie lo veía, ya que para distinguirlo es necesario alzar la mirada y nadie hace tal cosa, todos se conforman con conocer las fachadas de los edificios, no sus techos.
El edificio que se encuentra frente a esta casona es más reciente. Se estaba construyendo a modo de establecimiento comercial, con paredes de cristal, que aún conserva, aunque la mayoría están rotas o marcadas con grafiti. Cuando aún era una obra negra (cabe decir que después de lo sucedido, no avanzó más la construcción), la estructura de hierro y cristal fue el escenario de un terrible crimen. Una chica se dirigía a casa luego de un agotador día de trabajo en una boutique. Abordó un taxi y le indicó el destino. Pero el chofer tenía sus propios ignominiosos planes. El automóvil fue estacionado frente al edificio y la joven fue bajada a la fuerza de este, mientras era amagada con un puñal. El hombre, alto y corpulento, la llevó al interior del lugar, y entre el concreto aún sin aplanar, ella fue brutalmente violada. Pero había visto el rostro de su agresor, algo que él previó, así que la idea del homicidio asaltó su mente de pronto. La apuñaló en trece ocasiones y abandonó el cadáver en el lugar, donde fue hallado dos días después.
Pero tras los umbrales de la muerte se alza el velo invisible del alma vagabunda y perdida. Los espíritus que no pueden obtener el descanso eterno se mueven de aquí a allá en este reino inmaterial. Insospechadamente, en una noche de abril, con las primeras gotas de lluvia, aún fuera de temporada, dos espíritus se encuentran, se descubren mutuamente. Al principio con horror, después con curiosidad, y esta se metamorfosea luego en una atracción inevitable. Y de pronto, dos almas gemelas se revelan, pero ya sin cuerpos.
Quien tiene paciencia y es perceptivo puede escuchar entre las paredes de estas abandonadas y derruidas construcciones, las palabras tiernas que los fantasmales enamorados de susurran al oído.

La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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