miércoles, 22 de abril de 2009

El CyberDestinatario

Más que una persona, parecía un tomacorriente. Se elevaba a tres metros del suelo. Los cables le perforaban la piel en casi todo el cuerpo, hasta en los rincones más insospechados. Había dos cables que estaban insertados en el lugar donde debieran estar sus pezones. Las guías y alambres a los que estaba conectado eran de tamaños distintos, grosores variados, pero todos recubiertos con una especie de forro de caucho completamente negro, aunque deslucido, en algunas zonas este se encontraba roto y dejaba ver el alambrado de color plomizo. Todos llevaban dirección hacia el techo en donde se unían a un enorme sistema de máquinas, pantallas, luces, más cables, engranajes, mecanismos, y circuitos en una composición extremadamente caótica. Todo este conjunto producía un incesante ruido, zumbidos, silbidos suaves, pitidos intermitentes, vibraciones de alta y baja frecuencia que de vez en cuando hacían retumbar las paredes del lugar. En ese sitio no había más luz que la producida por los extraños e ininteligibles monitores colocados anárquicamente por todo el lugar, así como algunas luces parpadeantes en sitios poco funcionales. El suelo, el techo y las paredes eran de acero y en este había algunas rejillas por las que entraba el aire, así como un vapor áspero y de aroma duro e industrial, como thinner y asbesto, que hacían difícil la respiración. En las paredes había, también, grabados en relieve de lo que parecían ser líneas de circuitos tras los férreos muros.

Él era terriblemente pálido y llamaba la atención la total ausencia de bello y las partes mecánicas de su cabeza y su cuerpo. Las guías del cableado al que estaba adherido (o mejor dicho: conectado) lo mantenían en una posición de crucifixión. Su mirada era carente de emoción alguna, no inspiraba serenidad ni mucho menos, en cambio, sus ojos rígidos producían una profunda inquietud y desasosiego. Podía moverse con relativa libertad, siendo levantado y transportado por los cables, que en tal proceso semejaban tentáculos delirantes. Y movía las extremidades con lentitud cuasi solemne. Su desnudez pasaba desapercibida cuando se contemplaba el conjunto estrafalario e impactante. Sin embargo, aunque un enorme cable con una forma más bien aovada sustituía la zona de sus testículos, el pene estaba prácticamente intacto, si excluimos el tubo de minúsculo diámetro que procedía del orificio uretral y se prolongaba hasta el techo junto con todos los demás cables que surgían de su macilenta corporación. Pero su famélica apariencia, lejos de provocar pena y compasión inspiraba aún más desconcierto y horror.

Y así me postré tembloroso ante la maraña de cables en que se había convertido aquel hombre y le entregué aquel portafolio negro cuyo contenido ignoraba. Lo levanté sobre mi cabeza mientras que –por protocolo– yo permanecía hincado en el frío metal del suelo. En lugar de usar sus manos, unas tenazas robóticas surgieron de sabe Dios que rincón para recoger la entrega. Sus fríos e inexpresivos ojos me miraron entonces y con una voz apagada, apenas existente –que más bien podría decirse que la sentí en mi cabeza que con mis oídos– me ordenó que me fuera.

No recuerdo exactamente el cómo salí del edificio, pero cuando me di cuenta estaba parado frente a la calle. Era de noche y no había ningún automóvil. El viento corría fresco –luego de sentir aquel viciado aire del interior el smog de la ciudad me parecía la gloria– y para iluminar el lugar solo había unas cuantas farolas titilantes y que emitían una luz extenuada.

Por un instante tuve la sensación de haber hablado con un tostador o un CPU de un futuro ominoso y hasta un poco sardónico. Justo ahora no me queda la seguridad de haberlo vivido o soñado.


martes, 21 de abril de 2009

Idilios tras la muerte


La muerte guarda secretos realmente insospechados. Es de noche y la primera lluvia de la temporada cae sobre la ciudad. Deja en el aire un suave aroma a tierra y concreto mojados, es enervante y se combina con los sonidos de las gotas golpeando contra los techos y cristales de los edificios y automóviles.
En las afueras de la ciudad dos edificios se alzan. Están separados por una carretera recientemente remodelada. Ambos guardan oscuros secretos y trágicas historias que no se mezclan entre sí en el mundo de la vida. Su unión, más que en la geografía, yace en las memorias entrelazadas tras la muerte que sus paredes guardan.
Uno de ellos es una casona antigua, datada de los años cincuentas. Ha sido abandonada por sus últimos habitantes, que vivieron en los años ochentas. Del lado de la carretera, un balcón se asoma, ya derruido por el tiempo y el descuido. En la última ocasión en que hubo vida humana en este edificio, lo habitaba un hombre con serios problemas económicos y psicológicos. Su mujer había desaparecido hacía poco, le debía dinero a la mitad de los usureros de la ciudad y acababa de perder su último empleo en seis meses. Las salidas se fueron constriñendo hasta desaparecer. No quedaba mucha esperanza para salvar su vida y su alma. Robó, asaltó, allanó propiedad privada, e incluso fingió su propio secuestro. Para volver más creíble esta última maniobra, en su desesperación se amputó uno de sus dedos. La historia culminó trágicamente. Se suicidó colgándose en el último piso de su casa. Su cuerpo oscilante asomaba al balcón, pero nadie lo veía, ya que para distinguirlo es necesario alzar la mirada y nadie hace tal cosa, todos se conforman con conocer las fachadas de los edificios, no sus techos.
El edificio que se encuentra frente a esta casona es más reciente. Se estaba construyendo a modo de establecimiento comercial, con paredes de cristal, que aún conserva, aunque la mayoría están rotas o marcadas con grafiti. Cuando aún era una obra negra (cabe decir que después de lo sucedido, no avanzó más la construcción), la estructura de hierro y cristal fue el escenario de un terrible crimen. Una chica se dirigía a casa luego de un agotador día de trabajo en una boutique. Abordó un taxi y le indicó el destino. Pero el chofer tenía sus propios ignominiosos planes. El automóvil fue estacionado frente al edificio y la joven fue bajada a la fuerza de este, mientras era amagada con un puñal. El hombre, alto y corpulento, la llevó al interior del lugar, y entre el concreto aún sin aplanar, ella fue brutalmente violada. Pero había visto el rostro de su agresor, algo que él previó, así que la idea del homicidio asaltó su mente de pronto. La apuñaló en trece ocasiones y abandonó el cadáver en el lugar, donde fue hallado dos días después.
Pero tras los umbrales de la muerte se alza el velo invisible del alma vagabunda y perdida. Los espíritus que no pueden obtener el descanso eterno se mueven de aquí a allá en este reino inmaterial. Insospechadamente, en una noche de abril, con las primeras gotas de lluvia, aún fuera de temporada, dos espíritus se encuentran, se descubren mutuamente. Al principio con horror, después con curiosidad, y esta se metamorfosea luego en una atracción inevitable. Y de pronto, dos almas gemelas se revelan, pero ya sin cuerpos.
Quien tiene paciencia y es perceptivo puede escuchar entre las paredes de estas abandonadas y derruidas construcciones, las palabras tiernas que los fantasmales enamorados de susurran al oído.

La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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