martes, 25 de mayo de 2010

Un hogar para la sabandija


Llueve, como no había llovido en muchos años, es, también, una lluvia distinta a la de los otros años, las gotas se aplastan contra el suelo en un eufórico acto suicida. La acera resiente el frío del agua precipitada sobre ella. Mientras esta corre en dirección al centro de la tierra, atraídas por el abismo gravitatorio, cada vez más abajo, en una corriente impetuosa, el atajo más corto hacia aquellas profundidades terráqueas son las alcantarillas por donde el agua pasa con la velocidad de la ira. Arrastra lo que se le atravesase en el camino, ratas, basura, heces y demás de esos trozos de lo que algunos llaman “el mundo civilizado”.
Ahí entre esa corriente se mueve, se arrastra con júbilo, salta al contemplar el prodigio de la furia del agua. Repta por las paredes de la alcantarilla con felicidad en su deforme corazón. En la corriente navega a la deriva una muñeca sucia y rota que despierta su curiosidad al verla, estira sus largos dedos grises y rescata el juguete de la corriente desalmada. Confuso al principio la manosea entre sus espigados dedos descubriéndole algunas similitudes consigo mismo. Tiene dos ojos, como él, pero no los mismos ojos, los dos también tienen una boca, aunque no es la misma boca, al tocarse la cara descubre una nariz, como también la muñeca tiene una, pero no son de la misma clase, y sucede parecido con esas plásticas extremidades. No sabe explicarse eso, le parece una caricaturesca desviación de su propia fisionomía, mucho más menuda de lo que debe ser. Se desplaza de pared en pared, se dirige a aquel agujero que siente su hogar, a ese reducto poblado por los trozos de basura que ha ido salvando del olvido y que poco a poco se han vuelto parte de él, trozos de su identidad. El eco de las corrientes subterráneas le acompaña allá donde quiera que sus saltos le lleven. Redescubre cada pequeña sombra, cada rincón lleva el estigma de un nuevo lustre otorgado por el agua que ha lavado el concreto y el oxidado metal. Las goteras se han triplicado desde hace unas horas. No sospecha lo que ha de hallar. Aún lleva el plástico monigote entre sus garras inferiores, se mueve, aunque es difícil explicar cómo. Sus extremidades se tuercen en ángulos imposibles y se arquea cuál elástica sustancia. Su mirada escruta la oscuridad en busca de una señal, una dirección. Los chasquidos de sus articulaciones interrumpen el imperante eco de las negras corrientes en el laberinto cloacal. Poco a poco comienza a reconocer su camino, es la ruta al hogar, a aquel seco y acogedor agujero que puede reconocer como su hogar, su propio santuario.
Llueve, como no había llovido en muchos años. El agua se cuela por cada hendidura minúscula, su hogar no existe más, el torrente se ha llevado esos objetos tan suyos, aquellas curiosidades que rescató del olvido durante tantos años, sus negros ojos no pueden explicar lo que contemplan, su vida ya no está ahí, ese no es más un hogar. Lleva su extremidad inferior al alcance de su mirada y contempla perplejo a esa muñeca, tal vez en busca de respuestas que no puede hallar por sí mismo, pero el juguete no lo ve, es una mirada opaca que nada dice, y en sus labios esa sonrisa perpetua y desconcertante. La aprieta entre sus grises dedos, la agita y le señala eso que alguna vez fue su santuario, el agujero de sus letargos. La muñeca se mantiene impasible. Deambula indeciso y perdido (en más formas de las humanamente comprensibles), colgado de los muros, retorciendo sus extraños órganos, ¿qué hacer ahora, cuando no existe más su hogar, cuando todo lo que era se ha ido?
La noche cae y el agua ruge cada vez con mayor fuerza. Cada vez cuesta más y más sostenerse, el muro va perdiendo fricción. Cae un par de veces sin consecuencias graves. En un siguiente salto espontáneo es repelido por las paredes resbalosas y arrojado contra el húmedo suelo, cuando consigue incorporarse descubre que la muñeca le ha sido arrebatada por una corriente furiosa. No puede alcanzarla, el agua corre rápido. Siente una opresión en su pecho, algo le duele, revisa su cuerpo pero no hay nada parecido a una herida. El dolor es distinto, es sordo, no recuerda nada como esto. Sufre la pérdida de un hogar y de esos artefactos que despertaron antes su curiosidad y había ido coleccionando con el tiempo que jamás se preocupó por contar. ¿Eran él mismo esas cosas que perdió? ¿Y si así es, qué es ahora?
No se resigna, persigue ese último trozo de lo que fuese su identidad, se arriesga demasiado, no sabe si valdrá la pena, no piensa en términos de victoria o fracaso, él solo busca lo que siente suyo. En la superficie la potente luz de un relámpago enciende el cielo por un breve instante, este destello es seguido por un retumbante rumor que penetra las urbanas cavernas con sus ecos hirientes. El rugido del cielo atraviesa las alcantarillas y distraen la atención del persecutor de la muñeca. En una breve fracción de segundo, pierde la concentración y cae al agua, la impetuosa corriente le arrastra indolente de su sufrimiento por entre los oscuros laberintos. Grita, o intenta gritar, pero solo un quejido gutural de poca potencia sale de su inhumana boca. Fue un grito que ya no siente suyo. En una cerrada esquina se golpea la cabeza contra el concreto y su cuerpo inerte es arrastrado sin resistencia por las aguas vehementes. Es una larguirucha muñeca que flota a la deriva entre los albañales.
Las horas precedentes al alba descubren los estragos de la lluvia, las costas de las afueras de la ciudad son marismas contaminadas, hay troncos y basura de las partes altas de la urbanización que yacen flotando en una ciénaga junto al mar. Entre las manchas de grises nubes residuales de la noche anterior puede distinguirse la profundidad de los cerúleos cielos, como abismos en los que la mirada cae y se pierde en las alturas. Por entre las hendiduras de los nubarrones orientales asoma una luz que reclama su suprema posición en los celestiales eriales. La luz poco a poco repta por el mundo, ilumina los rincones mas escondidos y a medida que las nubes se despejan, más territorios se suman a sus territorios conquistados. Así es como, junto a una gran roca frente a la costa un rayo solar descubre una figura extraña y grisácea. El calor le despierta en gemidos inexplicables, su llanto es de dolor. Ha sido siempre una criatura lucífuga, así que busca una sombra por todos lados, dando saltos y contorsionando sus extremidades en evasión de la luz. Sus antinaturales acrobacias lo conducen pronto a una grieta en las rocas. Se acomoda entre la humedad imperante e intenta ponerse cómodo. No sabe cuánto puede tardar esa luminosidad en extinguirse. Odia la luz como pocos pueden imaginarse, como ni siquiera él es capaz de entender.
Las horas transcurren más lentas de lo que él sabe estar quieto. El hambre merma su razón (lo que daría por una deliciosa rata de las que habitan las alcantarillas), no se da cuenta de que la saliva cae por una comisura de sus labios, aunque tampoco es que le importe mucho, ni siquiera se preocupa por limpiarse la boca. Una gaviota se posa cerca. No será una rata, pero parece comestible, la acecha desde la grieta en el acantilado. Da un salto impetuoso, pero el ave escapa y el sol lacera su piel grisácea. Regresa todo lo rápido que es capaz a su grieta. No sabía que podía alejarse volando, jamás había visto algo como eso, después de todo, las ratas no tienen alas.
Entre las rocas, se escurre un incauto cangrejo, eleva sus tenazas en advertencia, su chueco andar le vuelve una curiosidad decápoda. Filtra su ser entre las rocas mientras explora esa que es su playa, ahora metamorfoseada por la lluvia torrencial. Es una máquina, un artificio de la naturaleza, un acorazado anfibio con letales armas de corte. Se coloca en lo alto de una roca donde el sol da de lleno, se distingue desde ahí toda la extensión de la playa de la que se siente soberano, un zurdo soberano. Mueve sus tenazas en megalómana presunción. Y sin darse cuenta, de pronto, una garra gris proveniente de la oscura grieta a sus espaldas (por así decirlo) le despoja de su poderío con una velocidad imposible y le arrastra a los abismos bucales. Lucha con todo lo que puede contra aquellos ágiles dedos y esos aguzados dientes astillados. Pero sus tenazas no son rival para el hambre de su oponente. El cascarón termina abierto a mordiscos decididos y separado por los afilados falanges del gris ser, se descubre una carnosidad blanquecina. No es suficiente para cubrir el hueco en su estómago, pero servirá mientras tanto. El sabor le parece extraño, pero no desagradable. Le sorprende, eso si, no ver escurrir de sus dedos el rojo de la sangre al que está habituado al comer ratas.
Al caer la tarde el sol se oculta entre las colinas costeras. Hay sombra suficiente para moverse de su grieta. Se escurre cuidadosamente por entre aquellas piedras afiladas. El mundo en el que se encuentra ahora no es aquel al que está acostumbrado, no es más su territorio, no son más aquellas laberínticas cloacas. Sabe que debe moverse con cuidado. La luz es peligrosa, no sabe qué más peligros puede hallar en su andar. Escala el acantilado con la agilidad de un demonio. Un sonido veladamente familiar lo pone en alerta. Lo escuchaba algunas veces, son esas cosas que corren por encima de las alcantarillas, esas cosas con ruedas esas cosas que rugen. Nunca las ha visto con total claridad, solo las escucha, un rumor de motor sobre su cabeza, una y otra vez, mientras él andaba por las zonas más cercanas a la superficie. Jamás le gustaron, les tenía miedo, solía soñar que aquellos rugientes seres le perseguían por entre las cloacas, que rompían las paredes con esas ruedas y le aplastaban contra los muros. Llega a la sima de la pared de roca, una vía de concreto le aguarda, se oculta asustado entre los matones. Son esas cosas rugientes con ruedas, pasan, con menor frecuencia de lo que pasaban donde él se asomaba, pero pasan por aquí, les teme tanto, se estremecen sus entrañas tan solo al verlas. No desea que le atrapen y le persigan. Avanza por entre los matorrales, se espina algunas veces, pero lo prefiere a ser descubierto por esos monstruos de ojos encendidos con terribles luces. Cree que le buscan a él.
Tan pronto puede deja el camino. Se interna cada vez más en la oscuridad del bosque. La vía por donde transitan esas bestias ya es un susurro en lontananza. Trepa en algunos árboles, son tan extraños, los toca y los olfatea con suma curiosidad. Un búho ulula en algún punto difícil de determinar, es un quejido fantasmagórico, le eriza la piel como pocas cosas lo habían hecho antes. Su corazón retumba en su pecho. Los grillos producen la característica atmósfera nocturna. Todo es nuevo para él, salta con demoniaca velocidad y coge uno de esos ortópteros cantores entre sus serpenteantes y decididos dedos. Lo estudia con su sensible tacto, lo huele y lo escruta con atención, saca de su boca aquella larga y negra lengua y usando la punta lo recorre de un extremo a otro. El sabor es particularmente desagradable. Lo deja libre. Se encuentra en un planeta distinto, cada pequeño sonido es una potencial amenaza, pero todo es tan excitante. Se mueve entre las nudosas ramas de los árboles. En la lejanía una luz le despierta particularmente su curiosidad. Torsión a torsión, rama a rama, va acercándose a aquel punto luminoso.
En la habitación hay pocas cosas que no posean ese significado mágico que los niños le otorgan a las cosas. Ha tenido una pesadilla y su madre le consuela amorosamente, sentada al borde de su cama, sonriéndole con dulzura, acariciándole el rostro, se siente protegido, en su propio santuario. La madre con aquella amorosa devoción que solo las madres pueden mostrar se despide de su hijo y deja encendida la luz para protegerlo de cualquier cosa escondida entre las sombras. El niño se aferra a su osezno de felpa, aquella casa de campo le asusta a veces. La criatura entre sus brazos es su protección, el depositante del amor materno, que lo usa para protegerlo de todo mal. Hay cosas que le asustan, cosas que un adulto ya no podría comprender, cosas que se esconden entre las sombras acechando, esperando a que baje la guardia a que olvide que lo vigilan, a que el sueño lo subyugue en un abrazo mortal, hay espectros inimaginables que se ocultan en las sombras y que solo salen cuando los adultos no están. Mamá no lo sabe tampoco, pero es la única en quien confía, la única que sin darse cuenta desaparece a los fantasmas que habitan bajo su cama, como si fueran alérgicos a su presencia. Oye la ventana abrirse de pronto.
Se sabe en una planta alta, no hay balcón ni escaleras, la ventana no puede simplemente abrirse. Al voltear lo ve, escurriéndose dentro de la habitación, es indescriptible, se mueve como una especie de reptil o insecto o ambos, o ninguno. El miedo le ha paralizado los músculos, desea gritar pero no es capaz ni de exhalar aliento alguno. Sus exorbitados ojos lo ven moverse por la habitación, husmea entre los juguetes, los levanta de su sitio, dinosaurios, cochecitos, cubos de construcción, los toca y los olfatea. No puede describir lo que ve, no sabe exactamente de lo que es testigo, de pronto el miedo va disipándose, aquel temor que le paralizara antes ahora se ha vuelto curiosidad. Casi puede distinguir una sonrisa en los retorcidos labios del ser, y hay algo en esos grandes ojos negros, algo que le recuerda a él mismo. No sabe explicárselo, le siente como un conocido, como uno de esos seres llenos de magia con los que sueña.
“¿Eres un duende?”.
Una suave voz le trepana el pensamiento, deja caer esa figurilla colorida que tenía entre sus dedos. Descubre una pequeña entidad sentada al borde de su cama, una curiosa criatura. ¿Dónde lo ha visto antes? Aquella muñeca perdida en el furioso y fétido torrente le viene a la memoria. Sus ojos son más como los de ella, sus labios se le parecen más, incluso su nariz, incluso sus dedos, bastante más cortos. En su mirada burbujea algo húmedo. De dos contorsionadas zancadas llega al pié de esa cama. Lleva sus dedos largos hacia el niño y con cuidado toca lo toca, su piel es tan distinta, tan suave y cálida, diferente del frío plástico de la muñeca. El pequeño sonríe. Lo siente tan suyo, de pronto está en un lugar tan suyo, tan hogar. El pequeño corresponde a la caricia tocándole a él su opalino rostro, el contorno de esos enormes ojos negros, sus inhumanos labios intentando sonreír, que extraña sensación.
La puerta se abre de pronto, el tiempo se coagula en la mirada de aquella mujer, un hondo suspiro que precede al grito desgarrador. Esa criatura en la puerta azota sus tímpanos con aquel terrible sonido. Su sobresalto es inaudito, no piensa demasiado, toma al niño con una extremidad inferior y otra superior y con contorciones acrobáticas de por medio escapa por la ventana. Teme volver a escuchar aquel alarido desgarrador de nuevo, tanto como teme perder de nuevo su santuario, su recién recuperada sensación de hogar. Escapa y salta de rama en rama, con saltos ágiles y aparatosos. La violencia de aquellos clamores va en aumento, pero se sabe cada vez más lejos de ellos, cada vez más a salvo. No sabe a donde se dirige, pero sabe que llegará en cualquier momento. Llega al suelo, repta hasta que siente bajo sus plantas el frío del concreto. Una carretera, reconoce la sensación. El peligro se vuelve aún más manifiesto cuando es captado de lleno por las luces de esos flamígeros ojos, se acerca a gran velocidad, lanza un chillido monstruoso al que reacciona arrojándose a la maleza. Continúa su carrera, toma vías alternas, no sabe qué camino andar, todo es tan nuevo para él, si tan solo estuviera en las cloacas.
Un puente junto a un riachuelo se descubre como un sitio seguro. Se deja caer ahí, y coloca al pequeño a un lado suyo. Recobra el aliento. Se coloca frente al pequeño. Parece dormir. Le mueve pero este no responde. Toca su rostro, delicadamente al principio, como lo hacía antes de ser abruptamente interrumpido, toma la mano del niño y la lleva hacia su rostro, pero hay algo distinto, el calor va abandonando ese cuerpo, mientras le toca nota como su cuello gira hacia atrás en un ángulo exagerado, trata de componerlo pero es inútil. Un hilo escarlata brota de sus infantiles labios. Sus ojos permanecen abiertos, son distintos, ya sin luz, perdidos en una opaca inmovilidad.
Hay una opresión en su pecho que no puede explicar, un dolor sordo que desea aplacar golpeándose la cabeza con las palmas, revisa su pecho para comprobar que no haya heridas. No las hay. Desea que sí las hubiera.
Se siente perdido (de tantas formas, la mayoría indescriptibles). Permanece la noche y la mañana enteras ahí, bajo el puente, junto a ese frío ser inmóvil, el último trozo de sí mismo, la última traza de hogar que posee y que, al pasar las horas de luz y calor, comienza a atraer moscas.

La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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