lunes, 18 de mayo de 2009

Pixie

Una bruma que parece casi sobrenatural lo envuelve todo. Una figura deambula por aquellas calles humedecidas. Él no es alto sino bajito, no es elegante sino pomposo, no es un bastón, es un paraguas recogido. Camina entre la espesa neblina industrializada, sus pasos producen un sonoro ‘tap’ por cada paso que da. En su mano lleva un guante de cuero (el motivo es misterioso). Va vestido con un traje de un gris alegre (¿cómo puede ser alegre un color tan nostálgico?) y lleva un bombín negro que cubre una cabellera parcialmente encanecida. Lleva una sonrisa despreocupada, como la de un niño, y sus ojos tienen un brillo de encantadora inocencia, como los de un gatito. Marcha y las suelas de sus zapatos bien lustrados siguen sonando casi con aire lozano: ‘tap, tap, tap, tap’.

En su andar se encuentra de súbito, frente a un cementerio. Los cristos y querubines de piedra que adornan las tumbas parecen, incluso, sonreírle a aquel misterioso paseante mientras lo siguen con una mirada inmóvil y fría como la piedra de la que está hecha. El curioso hombrecillo sigue su andar. Las calles son de un color insistentemente gris, las pocas gentes que pasean por aquellos lugares llevan muecas por rostros, que expresan pena, nostalgia, irritación e incluso indiferencia criminal. Las aves se guardaban su canto, los árboles carecen de hojas que los arroparan y el suelo húmedo refleja pura melancolía. Uno, mientras se viera atrapado en aquellas calles, no podrá dejar de pensar en lo desdichados que se sienten, en la ropa que no se lavó, en el café que se les derramó, en la grosería que no debieron decir, en el cachorro que tuvieron en la infancia y que perdieran súbitamente.

Pero rompiendo el silencio, en el que casi pueden escucharse los sollozos de los transeúntes confundidos con el gemir del viento entre callejón y callejón, se oye de pronto un característico y sonoro ‘tap, tap, tap’ que por razones incomprensibles hacen de pronto, todo más alegre. Los pensamientos tristes de los que lo escuchan eran rotos repentinamente para ser reemplazados por la duda, “¿de donde proviene ese sonido?” se preguntan y entonces lo ven venir. Bajito, con traje gris y bombín, un paraguas en la mano izquierda y lo que parecía un guante de cuero en la otra, zapatitos bien lustrados, caminando con aire pomposo y presumiendo una sonrisa que inspira diversión por su ingenuidad manifiesta, y sus ojos, grandes y brillantes nace así, en los corazones más reblandecidos, una ternura que desarma al momento. Algunos lo ven pasar con la mirada clavada en él, otros solo de soslayo, pero todos lo advierten. Ahora, las aceras se ven más claras, como iluminadas por un sol que no existe, la bruma que lo inunda todo parece más… divertida, y en los cristales de los escaparates re reflejan las espontaneas sonrisas casi involuntarias de quienes divisan al hombrecillo de gris.

No obstante, en cuanto lo pierden de vista, sus rostros vuelven a su amargura inicial, y la luz aparente que iluminaba la escena, se apaga dejando lugar a la atmósfera gris de aquel cielo eternamente nublado por el smog. Y así, todos se olvidaban de aquel momento de breve felicidad, donde la monotonía de una ciudad gris se vio rota por una luz que iluminó y alegró un poco ese mismo gris.

Pero los zapatos lustrados siguen andando, por calles y caminos muy diversos hasta que su ‘tap, tap’ se escucha entrando en un callejón. Este llega hasta un edificio abandonado que todos ignoran. En la seguridad de aquel solitario escenario, algo inimaginable acontece. El hombre de gris que viste bombín comienza a experimentar una metamorfosis extraordinaria. Primero vira la cabeza hacia arriba, lanzando su luminosa mirada al cielo gris. Y su espalda se arquea en un ángulo imposible. Sus dedos se retuercen y sus piernas parecen torcerse. Su piel se arruga y pliega, como una bolsa de hule desinflándose. De entre los pliegues de esta sale un ser inhumano, o tal vez un poco humano. Es un niño, o de eso tiene aspecto. Está en posición fetal sobre lo que antes fue una piel y un traje gris alegre. El niño, calvo y de piel clarísima y rosada, casi resplandeciente, levanta su mirada, ojos grandes y luminosos, repletos de inocencia, se asomaron a un mundo conformado por un callejón frío y húmedo donde la bruma impera. Y, de improviso, sonríe divertido e ingenuo. Dejó todo donde está, el paraguas, el bombín, el traje gris y la piel de hombre adulto. Ahora ha salido de su capullo y ha dejado de ser una larva.

Toma solamente el guante de cuero, que por ser tan pequeño, constituye un perfecto trajecito al ser modificado un poco. Y así se adentra en aquel desvencijado edificio abandonado, para alegrar sus melancólicos interiores con su presencia y su ‘tap, tap’.


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La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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