domingo, 21 de septiembre de 2008

La noche del Quiromante

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- Espera aquí un momento – me decía Cecilia mientras me levantaba su palma sobre mi cara, casi una advertencia, o casi un prodigio. Nunca nadie me había expuesto su mano de tal descarada manera, al menos no sin un pago a priori.
- Aún no me dices lo que hacemos aquí – inquirí, debía hacerlo, estaba siendo arrastrado por entre las tumbas mohosas en medio de una estrellada madrugada por una mujer que había visto apenas dos veces en toda mi vida y sin ninguna explicación, y de pronto me exige que me detenga exponiendo su vida ante mí, y a pesar de todo, me ignora y desaparece desplazándose cual sombra entre las lápidas. Y es que para mí la palma de la mano de cualquier persona es un retrato crudo y verás de su alma. Sus palabras pueden decir todas las mentiras que quieran, pero las líneas de sus manos no me mienten nunca.
Ahora no estoy seguro de sus intenciones reales, me muestra su mano, tal vez de forma accidental, o más bien con toda intención, dándome a entender que puedo confiar en ella con toda seguridad. Y en sus líneas vi muchas cosas, secretos escondidos, alegrías y tristezas, años de historia desasosegadora expuesta cual páginas de libro abierto, pero no vi mentiras, tal vez por que ni siquiera había verdades que disfrazar.
A pesar de ello, aún ignoraba que hacía en ese lúgubre sitio. Me quedé exactamente en el lugar donde ella me había indicado. Intenté controlar mi miedo, aunque no con mucho éxito, la noche se mostraba generosa de estrellas y la luna presumía una brillante luz plateada que bañaba las tumbas a mi alrededor, exaltando su, ya de por si, tétrica presencia. Lápidas con nombres ininteligibles se levantaban aquí y allá, cruces ciclópeas e inclinadas por lo irregular del terreno y estatuas marmoleas de ángeles que parecían esperar el momento adecuado para abrir sus serenos ojos y, tal vez, derramar lágrimas de vidrio. A una considerable distancia, logré notar las luces de unas veladoras encendidas entre las celosías de algún alto mausoleo con chapitel rematado en una cruz florida de lis. Sentía un miedo paranoico, las sombras me parecían vivas y el viento lo sentía cual ominoso canto de angustiosos lamentos. Creía que en cualquier momento alguna losa se levantaría dejando escapar el cadáver viviente que antes dormía ahí y que ahora vagaría en busca de víctimas, y la más cercana sería yo. O imaginaba cuervos sobrevolando el campo santo buscando cadáveres frescos para extraer sus ojos, y al no encontrar otros ojos más frescos que los míos irían tras de mí lanzando esos ominosos graznidos que los caracterizan.
Si, llevaba el miedo a flor de piel. Y fue por ello que me espanto tanto aquella delgada mano de fríos dedos sobre mi hombro. Grité y salté, agité los brazos y corrí hasta tropezar con alguna tumba mal colocada en mi camino. Pero al girar la vista descubrí a Cecilia chitándome con su largo dedo índice sobre sus labios delgados y deslucidos – aunque a la luz de la luna me parecía uno de esos hermosos ángeles de mármol que custodian algunos sepulcros – me señaló que la siguiera y así lo hice, aún ignorando la razón de aquella intrusión en el cementerio y con el corazón aún acelerado.
Me guió por entre las tumbas y las sombras. Caminaba deprisa, casi con la punta de sus pies, dejando tras de si un rastro aromático que me recordaba demasiado al copal. Y yo me veía obligado a seguirle el paso, aunque nunca me había sido fácil moverme en la oscuridad, y mi torpeza me hizo chocar varias veces con algunas estatuas y lápidas que hallaba en mí andar.
Finalmente distinguí en frente las luces de algunas velas encendidas. Estaba delante del mausoleo que antes había visto en la lontananza. La gruesa puerta de metal estaba abierta (claramente había sido forzada) y en su interior pude distinguir sombras casi inapreciables, al principio, pero conforme me acercaba logré definir en la oscuridad las siluetas de personas desconocidas esperándonos en el interior de esa lóbrega construcción.
- Entra – me indicó Cecilia con un ademán casi imperativo. No tuve más remedio que obedecer sin chistar. Al atravesar el portal las miradas de aquellas personas cayeron sobre mí como flechas, me sentí acosado y confundido.
- ¿Quiénes son ustedes? – pregunté casi en un balbuceo temeroso.
- Dínoslo tu, Klarsinzky – dijeron al unísono los que allí se encontraban (que eran unos cinco a primera vista, luego lo confirmé) mientras levantaban sus palmas izquierdas hacia mí. De nuevo, recordé aquel ademán que Cecilia me había hecho hacía rato, y corroboré que era un modo de darme a entender que podía confiar en ella, ya que me había desnudado su alma en la palma de su mano. Y ahora estos individuos lo repetían aún más descaradamente que ella, al parecer con la misma intención. Así, al ver tantas palmas frente a mí expuestas, fue un reflejo casi involuntario el leer sus vidas, encontré historias trágicas, aventuras, maravillosas, inverosímiles hazañas, crímenes innombrables, eran las vidas de bandidos, proscritos, fugitivos, asesinos, prostitutas, embaucadores y piratas. Pero, con todo y lo inmoral y soez de sus existencias no encontraba en ninguno de ellos ni pizca de mentiras, antes bien, había un desvergonzado cinismo que gobernaba cada momento de sus vidas. Ninguno sentía remordimiento alguno de sus actos y hasta, en algunos solamente, hallaba un orgullo insano en la memoria de sus fechorías.
Ahora sabía que me encontraba en el nido de los lobos más despreciables y cínicos que podría encontrar en toda mi vida, pero aún ignoraba la razón de mi estadía ahí, me llegué a sorprender de lo ridículo que me sentía en ese instante y pensé: “lo que se hace por una cara bonita”, con un dejo de vergüenza contenida. El que me llamaran por mi nombre artístico me llenaba de un extraño miedo poco descriptible, pues no era tanto el temor a lo desconocido o a la muerte, como el pavor a la desnudez.
- Muy bien, ahora díganme que hago aquí, pandilla de rufianes – intentaba oírme molesto, o imponente, para que no dejar notar lo inquieto que estaba.
- Cabrío, ábrela – escuché la voz de Cecilia que se encontraba a mis espaldas, justo en la puerta, tal vez con la intención de detenerme en el caso de que se me ocurriera huir, elevando esa orden a uno de los personajes que nos esperaban en el mausoleo, este era un hombre alto y tozudo que llevaba una chamarra de mezclilla con las mangas algo rotas pero sin remiendas y una castaña barba que quizá era el origen de ese curioso y hasta razonable apodo.
El tal Cabrío se inclinó y con sus grandes manos levantó una losa del suelo, la colocó a un lado y luego levantó una de las velas para poder distinguir lo que había en el interior, resultó que era – como podría esperarse – un ataúd. Estaba empolvado, pero la madera aún relucía. El mismo forzudo levó la tapa de este dejando expuesto un cadáver fresco. Era un hombre al que yo le calculaba uno sesenta años de edad, por su puesto, tal vez la muerte le sentaba más años de los que en realidad tenía al morir y lo hacía aparentar mayor edad. Otro de los presentes se inclinó sobre el cuerpo y con las manos desnudas – cosa que yo nunca haría cuando de cadáveres se trata – sacó el brazo del occiso.
- ¿Qué ves? – me pregunto Cecilia con una voz dulce aunque exigente, casi mística, en un cariñoso susurro que sentí a mis espaldas cual frío céfiro.
- Debo acercarme – indiqué y me incliné con algo de repulsión que no logré disimular lo suficiente, y eso lo supe cuando descubrí que el hombre que sostenía el brazo del difunto me miraba con una sonrisa divertida y algo malévola tras esos espejuelos redondos y pequeños. Al dirigir mi atención hacia la palma fría no hallé nada en particular que pudiera servirles de algo a estos temibles, aunque interesantes, personajes. Había sido este finado un hombre de carácter tímido y desconfiado, con una fortuna particularmente generosa, una vida amorosa poco fructífera pero de exitosa carrera. Había sido un hombre reservado, con una vida rodeada de mentiras y verdades a medias, tal vez un exitoso embaucador o un burócrata corrupto. ¿Se trataría todo esto de una venganza post mortem? Pero luego vi algo entre las líneas de su fortuna que me pareció interesante, y quizá el verdadero móvil de mis anfitriones. Este era el cadáver de un hombre ridículamente rico, con un caudal inconmensurable, la mayor parte de este había sido arrebatado con trampas y engaños a gente incauta e indefensa ante las artimañas burocráticas. Examinando con más cuidado las líneas de la historia de este despreciable ser buscaba algo así como un escondite o un secreto, algo de donde podría alguien aprovecharse para hacerse son algo de aquella fortuna. Y encontré una especie de sombra en su historia, una presencia que lo seguía de cerca, era como un prosélito, un admirador, no, más bien como un cazador detrás de él, o un carroñero oportunista. No estaba claro, pero luego sobrevino, por entre las líneas de la salud, una larga y tormentosa agonía que culminaría hace poco, quizá menos de un día por lo que podía ver del buen estado del cadáver.
Les informé a todos en general, pero a Cecilia en particular de lo que había visto. Los ojos de todos se iluminaron. Parecían haber descubierto algo muy importante.
- Puedes cerrar la tumba, Cabrío – y con el entusiasmo de un niño que está por recibir un caramelo por su buena acción, el forzudo hombre obedeció y dejó cubierto el mal acomodado cuerpo con la pesada losa.
Salieron todos del lugar apagando sus velas. Y en una fila india nos encaminamos hasta el desvencijado portón del cementerio que rechinaba ominosamente al ser movido por el viento nocturno.
- ¿Ahora qué? – pregunté con una curiosidad indisimulable.
- No te preocupes, sabrás de nosotros… pronto – me aseguró Cecilia con una sonrisa tal que no pude desconfiar de su palabra.
Y así sin más me dejaron abandonado en medio de aquella noche profusamente estrellada, con una luna en creciente que semejaba una malévola sonrisa burlándose de mí. Volví como pude a mi hogar, un deslucido remolque colorido en el que recibía a mi clientela. Caminé por la noche poblada del incesante chillido de grillos entre los abundantes arbustos. Al llegar lo primero que hice fue recostarme en mi catre, pero no pude dormir, los sucesos de esa noche me habían robado el sueño, no podía más que pensar y tratar de buscar respuestas por deducción o inducción. Pero cada vez que todo parecía estar aclarándose, otra duda aparecía y estropeaba cada respuesta que creía haber encontrado.
Creo que pasaron dos meses sin volver a saber nada de Cecilia ni de los otros, hasta que una mañana ella misma se apareció por mi remolque. No me dijo nada, solamente llegó y con una sonrisa casi juguetona extendió su palma izquierda en mi cara. Algo había en esa mano que había cambiado, al principio no lo descubrí pero luego me di cuenta, era la línea de la fortuna, con una desviación que identifiqué claramente, no pude evitar sonreírme con ella. Se acercó a mí y me besó la mejilla, pronunció el más sincero agradecimiento que he escuchado en mi vida, en voz baja, suave y claramente, sin más palabras de por medio. Dejó a mis pies un maletín – a modo de pago, creo yo – y girando sobre sus talones grácilmente, dio media vuelta y se marchó.
No la he vuelto a ver desde entonces, pero esa torsión en la línea de su mano – solo perceptible para quiromantes experimentados - me indica que la fortuna la acompañará.

La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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