miércoles, 19 de noviembre de 2008

En sus garras está

– ¿Hace cuanto tiempo que te odio? Debe ser bastante, más del que podría admitir. Te detesto por razones plenamente reconocidas y otras tantas de carácter, más bien, indeterminado, poco justificables. Eres mi historia y mi médula. Te odio y ya no recuerdo hace cuanto. He crecido contigo y tu recuerdo, he vivido con el miedo a perderte, a verte lejos y con el temor más severo de saberte demasiado cerca. Mi historia ha de comenzar contigo pero no me encuentro dispuesta a aguantar mucho más de ti. Tu imagen en mi mente es dolorosa y se vuelve hiriente, poco a poco insoportable, y ha durado así los últimos quince años. ¡Basta!
Siempre me has dicho que no crees en esas tonterías, que son para gente ignorante y sin inteligencia, y que son inventos absurdos. Me burlaré de ti cuando caigas víctima de aquello a lo que le negabas existencia. Las cosas en las que creo son antiguas y esa longevidad comprueba su infalibilidad, pues, ¿cuanto duran las mentiras? ¿Durante cuanto tiempo están dispuestas las personas a perpetuar una creencia sin pruebas irrefutables de estas? –
Zaleta dejaba que sus recuerdos y deseos cobraran forma y fuerza mientras preparaba aquello que se llegaría a convertir en su arma definitiva de venganza. Juntaba poco a poco con sus manos delgadas aquellos trozos de tela sobre esos ramilletes de paja. La luz de los negros cirios era lo único que iluminaba aquella estancia roída por las polillas y los implacables años. Rodeada de telarañas, objetos de antigüedad inestimable y polvo acumulado por décadas, Zaleta pronunciaba sus rezos amargos y marinados con su rencor, su enojo acumulado y, muy en el fondo, con un inexplicable amor que le asustaba más que nada. La figurita de tela y paja comenzó pronto a tomar la forma de un rudimentario muñeco, un curioso bodoque con estructuras humanoides muy sencillas.
– Mi vida te ha pertenecido desde la primera vez, ahora es justo que tu alma me pertenezca por una única y última ocasión. –
Con la figurilla estrujada en sus dedos largos Zaleta no pudo contener ese río de emoción, tristeza, y odio que amenazaba con inundar su mirada de no dejarlo correr. Y con sus lágrimas afloraban también los recuerdos, aquellos antiguos días de niñez donde un hombre la cuidó y crió desde la pérdida de sus padres. Se trataba de su hermano mayor, que el tiempo y las malas decisiones habían convertido en un espectro, una sombra en la endeble psique de su joven hermana. Recordaba aquellos días de lozanía y tristezas donde ella dependía totalmente de él para sobrevivir al mundo. Pero esa dependencia tornó luego en un amor siniestro y reprimido lo cual vino a empeorar aquella primera y fatídica noche de octubre.
Hacía frío y la luna llena hacía notar su omnipresencia sobre la ciudad con rayos de plata. Bajo las sábanas una niña de escasos once años intentaba ahogar su miseria en el veneno del ensueño, no quería recordar su situación de huérfana, no quería reconocer, tampoco, ese hiriente amor por quien ella sabía que no debía sentirlo. Pero su atormentado sueño se vio interrumpido por una intromisión nocturna en su lecho. Sus pies estaban fríos y sintieron una calidez ajena que se deslizaba bajo las sábanas. Dedos largos y fuertes rosaban su costado y en su nuca sentía el aliento tibio del deseo prohibido. Hubo muchas cosas que le impidieron actuar prontamente pero nunca supo definir cuáles exactamente fueron las que le provocaban tanto miedo como placer. Aquel amor despiadado y sacrílego le negó la posibilidad de defenderse. Así no pudo más que dejarse acariciar y besar por aquel cuerpo caliente y de aroma familiar y llegar, por fin, a las últimas consecuencias.
Cuando todo hubo terminado la niña, sentada en el borde de la cama no paraba de sollozar y no podía desprender aquel olor impío de su piel. Se sentía sucia de cuerpo y alma y sus lágrimas no pudieron lavar el imperdonable pecado. Así, durante la noche, la luna se asomó por su estrecha ventana para intentar reconfortarla con sus fríos rayos, pero no fructificó.
Después de esa ocasión aquellas noches que combinaban culpa, dolor, placer y crimen, se repitieron durante un tiempo inestimado. El odio y frustración siguieron a la jovencita durante años hasta que la vieron convertirse en la mujer que ahora sostiene aquel monigote místico y llora amargamente. Su hermano se ha ido, con una mujer de la que se ha enamorado y con la que está a punto de tener un hijo.
– Dioses de la noche, permítanme ser un instrumento de justicia, que se castigue al culpable. Hermano, nunca debiste irte, no sin pagar el precio, no sin corresponder como es debido a este amor que me ha orillado a renunciar a mi alma, te odio porque has significado para mí todo, el dolor y el placer, la sumisión y la fortaleza, la gloria y la perdición.
Hago esto porque esto es la justicia, porque un pecador merece un castigo, y tu pecado ha sido juzgado como imperdonable. Hago esto porque te haz ganado mi odio, mi más profundo y desesperanzador desprecio. Hago esto por que, después de todo y con un gran dolor en mi alma de por medio, aún te amo, y te amaré. Ya te he pertenecido, ahora exijo reciprocidad, ahora tu alma está, literalmente, en mis garras y con ella la única oportunidad de darte lo que mereces. Adiós. –
Con una torcida sonrisa en los labios y los ojos enrojecidos y húmedos, de odio, de tristeza, de miseria y de nostalgia, llevó esa figurilla al fuego de uno de esos oscuros cirios y lo vio arder. No quedó más que cenizas de él.
Se levantó del empolvado suelo, sacudió su larga falda y con paso lánguido se dirigió escaleras arriba. Atravesó la puerta para salir de aquel sótano. Había algo, no podía explicar qué, pero algo en la atmósfera que la hacía más ligera, su cuello había dejado de dolerle, su pecho se inflamaba con el aire fresco que al fin lograba disfrutar. Una algarabía de sirenas irrumpió de pronto inoportunamente en aquel instante de placer y paz. Con una tranquilidad que sintió extraña de experimentar se asomó a la ventana levantando el grueso cortinaje de seda. Logró ver los carros de bomberos a toda velocidad por las calles vacías y alumbradas por farolas mortecinas a esa hora de la madrugada. Conducían rumbo al oeste, y en la lontananza se distinguía el resplandor infernal entre gruesas columnas de humo que se alzaban intentando arrancarle a la luna su dominio sobre el cielo nocturno. Sus verdes ojos se iluminaron al sentir sus deseos satisfechos y en su corazón algo se rompía.

La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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