Su llegada no fue anunciada con trompetas ni fanfarrias. No
vinieron tampoco heraldos a darnos la noticia. No hubo portentos ni milagros
maravillosos que nos dieran testimonio de su próximo arribo. Su venida no fue
anunciada con señales de la naturaleza. Las estrellas no eligieron a la más
brillante de las suyas para señalar ningún camino. La tierra se mantuvo quieta.
El viento no sopló más de lo acostumbrado. Los mares no se agitaron más de lo
usual. Su llegada no fue anunciada por profetas inspirados por ultraterrenas
fuerzas. Nada escrito sobre ello hubo.
Si hubo algo que precedió su llegada aquella noche fue,
primero el silencio, luego el paroxístico frenesí animal y finalmente un nuevo
silencio, esta vez más prolongado, más inquietante, tanto que nos heló la
sangre. Serían alrededor de las dos de la mañana. La noche es particularmente
sonora en esa zona de la ciudad, pero no esta vez. En nuestros corazones
trémulos se agitaba un extraño sentimiento, era parecido al miedo pero no me
atrevería a encasillarlo ahí. Esto nos llenó de desconfianza hacia la noche
misma que era vista por nosotros con recelo. Por un acto casi instintivo todos
nos habíamos vuelto a nuestras casas. La calle se había convertido en un desierto de asfalto frío y húmedo. De haber
habido algún incauto transeúnte por esas calles las habría encontrado
solitarias e inundadas en una asfixiante atmósfera, no física sino, otra cosa,
algo diferente e inexacto habría hecho difícil la respiración, una pesada
sombra se cernía sobre las calles, como la planta de un gigante antes de caer
sobre uno. En los hogares, en los edificios, nos sentíamos a salvo del peligro
que afuera se sentía (solo se sentía, pero no en la piel).
El cielo estaba despejado, unos pocos fuimos los valientes
(o estúpidos) que lo vimos, tan claro y abierto como nunca se había visto
antes, pero las estrellas parecían oscurecerse de pronto, y brillaban de nuevo,
y una vez más, algo oscuro las eclipsaba. Sombras incorpóreas revoloteaban en
la noche estrellada. A pesar del fulgor de las luces de la ciudad, las
estrellas resplandecían de modo que uno podía ver tantas como nunca antes había
visto. Si tan solo alguien hubiese tenido las agallas de mirar al cielo. Solo
unos pocos lo hicimos, unos pocos que dimos testimonio de lo que sobre sus
cabezas había, además de algo completamente inusual en el cielo. Sí, había
estrellas, y sí eran muchas más de las que se ven con regularidad sobre la ciudad,
pero nos produjo un profundo escalofrío notar algo extraño. Esas que sobre el
cielo pendían, no eran nuestras estrellas.
El silencio reinó gran parte de esa noche bajo ese cielo
extranjero, las personas tímidas se metieron entre las sábanas, y la mayor
parte de los animales se habían refugiado con la cola entre las patas. Ni
siquiera los insectos cantaban a la noche sus hexápodas canciones de amor.
Pero, de un momento a otro, todo cambió, hubo un radical cambio en el comportamiento
de todas bestias. Comenzó cuando esas cosas que eclipsaban las estrellas por
momentos descendieron. Fue una caída libre que golpeó el asfalto a por lo menos
trescientos metros de donde yo me encontraba. El suelo vibró, y con la onda
expansiva del golpe llegó también el clímax de la noche. Una furia casi animal
se apoderó de nosotros, nos convirtió en fieras llenas de rabia. Los animales
gritaban, ladraban los perros, gruñían los gatos y las aves graznaban desde sus
nidos en las cornisas de los edificios. Y la sangre nos hervía. Nos volvimos
víctimas de las pasiones más animales. En todas las casas hubo gritos, en ese
breve instante de enrojecidas pasiones hubo aproximadamente trece asesinatos
(incluso parricidios e infanticidios) y diecinueve violaciones (algunas incestuosas).
En esa pequeña zona de la ciudad. La noche se llenó de gritos y furia.
Pero tan pronto como aquella apoteosis comenzó, así terminó.
Y al final solo nos quedó el sabor a sangre en la boca para quienes incluso
llegamos al punto de mordernos a nosotros mismos, las manos enrojecidas por la
sangre que escurría entre los dedos y el semen ahí donde nunca debió haber
llegado.
Y ahí se hizo el silencio, en aquel aterrador escenario de
muerte y pecado. Las palabras se extinguieron con nuestras voces. Las miradas se clavaron
entonces en el suelo y solo sollozos apagados se escuchaban. Afuera la quietud
reinó con mano dura. Las bestias volvieron rápidamente a su anterior estado de
miedo y retraimiento. El silencio fue aún más sobrecogedor. Esta vez no solo
era el miedo lo que acompañaba esta inquietante ausencia de sonidos, también el
olor a muerte por todas partes, la incalculable culpa estrujando las almas
arrepentidas, el terrible sufrimiento que se tenía que soportar, esta vez en el
mutismo absoluto. Algo en nuestras cabezas nos decía, nos susurraba casi subliminalmente
que no debíamos hacer ruido, que evitásemos en lo posible cualquier escándalo o
podríamos arrepentirnos por ello. ¿Cómo lo sabíamos? Hasta ahora no lo sé, pero
la idea se nos clavó profunda en la mente, tanto que no nos atrevíamos ni
siquiera a movernos de nuestros sitios.
Algo deambulaba por las calles, no sé qué era, nadie lo supo, pero algo monstruoso reptaba entre nuestros callejones. Entidades incorpóreas
quizá. No los vimos, no los escuchamos, pero todos lo sabíamos, como quien sabe
que el fuego quema. Y así, por última ocasión en la noche, me atreví a ver el
cielo, y ahí estaba, oscurecido por el smog habitual, nos habían devuelto nuestro
firmamento contaminado. Pero la tranquilidad nos había sido robada para
siempre.
Amanecía, por el horizonte la pálida luz del sol asomaba entre
nubes grises y ominosas. Y así el primer ruido que en las calles se escuchó fue
el de las sirenas de las patrullas y ambulancias que se acercaban en convoy. No
sé si soy el único que se dio cuenta, o al que la idea le llegó a la cabeza,
pero lo que esa noche sucedió fue un advenimiento. Algo había arribado a
nuestro mundo. Y caminaría entre nosotros. No sé si soy el único que lo piensa,
pero temo preguntar, porque podría preguntar a la persona equivocada o recibir
una respuesta de la que me arrepentiría.