jueves, 19 de junio de 2008

Consejos de extraños

Me asusta entrar al cuarto de baño, desde aquel día que descubrí aquella sombra extraña en la cortina ya nada es igual. Bailaba, se retorcía como invadida por un gozo incalculable o por un dolor desmoralizador. No esperé a encontrar respuesta de su parte, no supe actuar ante lo que veía, solo me quedé parado, como idiota, como zombi, y no me moví, no tensé ni un músculo, el miedo me sujetaba con sus frías garras. La silueta oscura en la cortina de la regadera se balanceaba de lado a lado, agitando sus brazos, como quien juega con el viento o como quien teme a la inmovilidad.
Hundido hasta el tope en una conmoción fantasmal, mis movimientos no surgían, mi corazón se agitaba alocado, sabía que era imposible esa visión, la regadera estaba apagada y yo vivo solo. Entonces tocaron a mi puerta. Salté como loco, mi inmovilidad fue perdida de súbito, sentí que casi golpeo mi cabeza con el techo de lo alto que reboté, y lo hice otras veces, en desesperación confusa hasta que tropecé con la mesita de la sala y caí al suelo, no sentí el golpe. No tuve dolor en aquel instante. Aún tocándome el corazón y sintiéndolo monstruosamente rápido bajo mis costillas decidí tranquilizarme y desde esa postura solo alcancé a gritar: “¿Quién es?”.
Desde el otro lado se pudo escuchar la voz de un hombre que decía tener un paquete para mí. Respiré profundo y me incorporé. Volví a aspirar hondo. Giré la manija y la puerta se abrió, la mirada inoportuna y curiosa de un rechoncho empleado de mensajería me aguardaba, buscaba en mi cara, mientras hablaba conmigo sobre dónde debía firmar, algo, no se qué, pero no dejó de hurgar en mis miradas, en las arrugas de mi frente, en la curvatura de mi nariz. Con su mirada me escudriñaba con esmero. Era como si quisiese descubrir el envés de mi alma, de mi antifaz de tranquilidad. No estaba tranquilo, aún estaba asustado, aún no comprendía bien lo que sucedía, ¿pero que más explicación quería? Se trató de un evento sobrenatural, una aparición. Eso es todo.
No hice mucho caso a su insolente contemplación y firmé de recibido, y cuando el hombre, gordo y de mirada insaciable, se retiraba ya, se dirigió a mí con las palabras más extrañas que pudiera haber escuchado y que nunca hubiera esperado oír de un completo extraño en aquella, ya de por si, inexplicable mañana: “Baile con ella”…

jueves, 12 de junio de 2008

El Blues de las Gafas Oscuras

Estaba pensando pasar la noche en casa de mi hermana, pero obviamente me fue algo difícil. ¿Cómo explicar que debía llegar antes de media noche sin que sonara a la Cenicienta? En cualquier caso no debía haber ido a ese antro, pero me es tan difícil decir que no. “¿Por qué usas las gafas aún?, ya oscureció”, me decía él con una cara de curiosa estupefacción. Recurrí al mismo pretexto, la enfermedad en mis ojos.
“¿Y al menos puedo verlos?” pero me negué rotundamente, no quería lastimarlo como lo había hecho antes con mi padrastro, no quería que volviera a pasar, no quería matar de nuevo.
“Debes tener unos lindos ojos”. Te haría daño si intentaras averiguarlo, te recomiendo no insistir. Pero no escuchaba mis súplicas. La música en el lugar sonaba fuerte (era un Bules de Ronnie Earl) e intensa, había luces rojas que se encendían y apagaban al compás de la tonada, y todo el ambiente guardaba el calor de los cuerpos que ahí se aglomeraban. Era una situación incómoda para mí, los lugares con muchas personas me asustan, me da miedo lastimar a alguien.
“¡Por favor!” insistía el muy fastidioso de Fer, ‘un no es un no, aquí y en la India’. En cambio mis súplicas eran evadidas, le pedía que me llevara a casa de mi hermana, pero sonreía y curioseaba entre la oscuridad de mis anteojos. “¡Celeste, por favor!, solo un poco”. Y lo logró, en un rápido y torpe movimiento me quitó las gafas y pudo ver mis ojos, solo un segundo, solo un pequeño instante, lo que dura un parpadeo, y cayó al suelo desvanecido.
Intentaba reanimarlo luego de quitarle las gafas de las manos lánguidas (había perdido el tono muscular), sentí miedo, sentí pánico y le gritaba que despertara, mi corazón temblaba en mi agitado pecho, la gente se reunía alrededor para satisfacer su morbo, pero nadie hacía nada por ayudar.
“¡Fernando, Fernando, despierta!” pero nada pasaba. Entonces el barman, calvo y barbón, trajo alguna extraña mezcolanza hedionda en un extraño frasco verde y le dio a oler (en verdad el aroma era terrible).
Despertó como de un sueño profundo. Suspirando hondo y luego tragando saliva, sus ojos desorbitados y desconcertado al ver tanta gente en rededor, temblaba descontroladamente. “Sentí que me iba, escuchaba todo, pero no podía moverme” solo eso atinó a decir, “¿Qué pasó?”. Le contesté que había sufrido un desmayo leve, pero que todo estaba bien, les respondí casi con lágrimas en los ojos, llena de alivio.
Me llevó a casa de mi hermana, eran las doce y cuarto, lo besé antes de salir del coche y luego, asomada por la ventanilla, le pregunté si aún quería ver mis ojos, “¡No te atrevas a quitarte las gafas, Celeste!”. Le sonreí y él aceleró.

La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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