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— ¿Qué eres? —pregunté con una cara de asombro indisimulable.
— Soy un efecto —dijo ella con esa voz profunda y femenina, con ese tono de melancolía arcaica que parecía nacer desde mi interior.
Algo en esa masa de incandescencia movió mis sentimientos profundamente, algo en mí se enterneció, pude sentir esa desolación que la invadía que hacía parecer sus flamas como lágrimas que subían y se perdían en la ubicuidad de las penumbras. Era un sentimiento fuerte, una súplica, un ruego conmovedor. La noche hacía desaparecer mi entorno con sus sombras, desaparecieron los árboles, desapareció la hierba, desaparecieron las nubes y se esfumaron también las lejanas montañas, en esas tinieblas solo éramos ella, plasma y calor, y yo, carne desarmada. Se movía con la liviandad de una mariposa, pero la técnica de una libélula. Deseé otorgarle un poco de consuelo, sentía tan arraigada en mí su melancolía que tuve la necesidad imperante de abrazarla, de haber tenido un cuerpo lo hubiera hecho así. Mi mano, repentinamente, casi por propia voluntad, dirigió mis dedos a la ígnea entidad. Pero al sentir el dolor punzante retiré la mano lanzando un alarido breve pero fatal.
No sé si solo se retiró o se apagó para siempre, no sé si volverá a encenderse aquella flama fatua, fantasmal, amorfa y desconsolada. Mis dedos no han sanado aún, pero juro que volvería a intentar acariciarla.
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