— ¿Donde estas? —pero no responde a mi llamado, se oculta en las penumbras del gran salón. La siento, siento su presencia, pero no logro identificar su posición. Se escurre cual gusano por entre los altos pilares góticos y entre los viejos muebles que ya cargan con el mohoso aroma de los años y la corrosión. Mis pasos no son más que ecos mudos en el penumbroso salón. El frío recorre mi espalda anunciando la traición de mi voluntad. En mi piel se manifiesta el aturdimiento que me causa la sospecha. Pero ella no se manifiesta. Escucho su respiración en mi nuca, pero al girarme, solo veo oscuridad.
Mis ojos apenas logran percibir lo que hay a diez pasos, pero con una claridad menguante, como un espacio difuminado en la negra inmensidad. La convoco una vez más, aún sostengo la daga en mis manos trémulas, mi única defensa, tal vez inútil, ante esta extraña manifestación de todos los miedos.
—¡Muéstrate!
—Pero, si aquí estoy… jamás me he escondido —el eco de una voz ajada resonó en el gran salón bajo la cúpula desde una posición indeterminada —eres como el pez que no ha descubierto el agua, eres como el errabundo al que los árboles no le permiten ver el bosque, pues yo siempre he estado contigo, acariciando tu piel, sintiendo tus pasos. Soy todo lo que vez, o mejor dicho, lo que te impide ver, soy sobre lo que caminas, soy el aliento en tu espalda, soy lo que ahora mismo respiras…
Mis manos entumecidas de horror dejaron caer el arma que hizo un ruido metálico al chocar contra el suelo marmóreo, mis ojos exorbitados, en una expresión aterrorizada giraban incontenibles buscando la fuente de la cadavérica voz, sin éxito y cada vez con menos esperanza. Me sentía observado y vulnerable. Y de pronto vino su última frase, con tenues pinceladas de una fría ternura, que a mis oídos llegó cual sentencia en el cadalso:
—Yo, querido hombrecito, soy la oscuridad…
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—¡Muéstrate!
—Pero, si aquí estoy… jamás me he escondido —el eco de una voz ajada resonó en el gran salón bajo la cúpula desde una posición indeterminada —eres como el pez que no ha descubierto el agua, eres como el errabundo al que los árboles no le permiten ver el bosque, pues yo siempre he estado contigo, acariciando tu piel, sintiendo tus pasos. Soy todo lo que vez, o mejor dicho, lo que te impide ver, soy sobre lo que caminas, soy el aliento en tu espalda, soy lo que ahora mismo respiras…
Mis manos entumecidas de horror dejaron caer el arma que hizo un ruido metálico al chocar contra el suelo marmóreo, mis ojos exorbitados, en una expresión aterrorizada giraban incontenibles buscando la fuente de la cadavérica voz, sin éxito y cada vez con menos esperanza. Me sentía observado y vulnerable. Y de pronto vino su última frase, con tenues pinceladas de una fría ternura, que a mis oídos llegó cual sentencia en el cadalso:
—Yo, querido hombrecito, soy la oscuridad…
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