La noche pierde luz, las nubes cubren el cielo cual gigantesca mancha. El caminante lo resiente, por aquellas antiguas y olvidadas veredas la luz resultaría de gran ayuda. ¿A qué lugar se dirige? Se escapa al conocimiento, tal vez no es importante el lugar, tanto como lo es el propósito. Este caminante es un cazador.
La luna se asoma de cuando en cuando por entre la espesura del insistente nubarrón. ¿Es el preludio de una tormenta? El caminante avanza con paso decidido, no quiere perderse el momento. Él no es un cazador cualquiera, porque él no caza lo que lo otros cazadores cazan. Él captura milagros. Los encuentra y los captura. Lleva en su mochila una colección de milagros: la flor que nació durante una sequía de treinta años, las hermosas pinturas que hiciera una mujer ciega, la grabación de las proféticas palabras de una estatua, un anzuelo que solo pascaba tiburones (aún a costa de la vida del pescador), entre otros más.
Ahora corre para cazar otro milagro. No sabe qué es, no sabe qué encontrará, y tampoco tiene idea de cómo lo cazará, pero sabe que lo conseguirá, pues tiene la facilidad de estar en el sitio preciso donde los milagro ocurren para hacerse con ellos.
Puede ver las luces de un poblado cercano, pasando una colina, y se dirige allí. Sus pasos son ayudados repentinamente por la luz de la luna que de pronto decidió asomarse entre las nubes nocturnas. Como para dar gracias por la luz que se le concedía elevó la mirada a la nocturna bóveda nublada. Y ahí, estaba, el cazador ha cazado su nueva presa.
Entre los espesos nubarrones un rostro cobra forma, por uno de sus grandes ojos se asoma la luna, con su brillo plateado, y en el otro una estrella solitaria hace acto de presencia. Sus ojos desiguales reflejan locura. En su rostro una amplia sonrisa meteórica y burlona. El caminante eleva la voz para hablar con aquella brumosa aparición:![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgYmJqBv2UyfjlmDt3-0bYp4pbKh3ImYWH4QvbNfnYsvibfHoh5dJNEOaana3nqIlYiHuiIWja1SYy1VjdZud_QkVNvf-Ut-emyEiV491aLgnlOA6c4fcidZDZJiaKGCCIi-s_KktoLTI4I/s320/rostro02.jpg)
—¿Quién eres?
—Soy quien mira desde arriba —la voz es profunda cual rumor de olas en los océanos celestes y lánguida como hecha de un viento antiguo. El cuerpo del caminante se estremece.
—¿Soy, acaso, el único que puede verte? —pregunta el cazador de milagros, preocupado por el espanto que esa antinatural (¿o acaso demasiado natural?) aparición podría causar en los habitantes del cercano poblado.
—Eres el único que alza su mirada al cielo.
Y con estas palabras las nubes se disipan, las estrellas lucen esplendentes en la bóveda celeste, en el cenit la luna llena resplandece. El caminante no deja de ver el cielo y el brillo del astro le baña cada centímetro, produciéndole la abstracta sensación de ser observado. Sensación que nunca le habrá de abandonar.
La luna se asoma de cuando en cuando por entre la espesura del insistente nubarrón. ¿Es el preludio de una tormenta? El caminante avanza con paso decidido, no quiere perderse el momento. Él no es un cazador cualquiera, porque él no caza lo que lo otros cazadores cazan. Él captura milagros. Los encuentra y los captura. Lleva en su mochila una colección de milagros: la flor que nació durante una sequía de treinta años, las hermosas pinturas que hiciera una mujer ciega, la grabación de las proféticas palabras de una estatua, un anzuelo que solo pascaba tiburones (aún a costa de la vida del pescador), entre otros más.
Ahora corre para cazar otro milagro. No sabe qué es, no sabe qué encontrará, y tampoco tiene idea de cómo lo cazará, pero sabe que lo conseguirá, pues tiene la facilidad de estar en el sitio preciso donde los milagro ocurren para hacerse con ellos.
Puede ver las luces de un poblado cercano, pasando una colina, y se dirige allí. Sus pasos son ayudados repentinamente por la luz de la luna que de pronto decidió asomarse entre las nubes nocturnas. Como para dar gracias por la luz que se le concedía elevó la mirada a la nocturna bóveda nublada. Y ahí, estaba, el cazador ha cazado su nueva presa.
Entre los espesos nubarrones un rostro cobra forma, por uno de sus grandes ojos se asoma la luna, con su brillo plateado, y en el otro una estrella solitaria hace acto de presencia. Sus ojos desiguales reflejan locura. En su rostro una amplia sonrisa meteórica y burlona. El caminante eleva la voz para hablar con aquella brumosa aparición:
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgYmJqBv2UyfjlmDt3-0bYp4pbKh3ImYWH4QvbNfnYsvibfHoh5dJNEOaana3nqIlYiHuiIWja1SYy1VjdZud_QkVNvf-Ut-emyEiV491aLgnlOA6c4fcidZDZJiaKGCCIi-s_KktoLTI4I/s320/rostro02.jpg)
—¿Quién eres?
—Soy quien mira desde arriba —la voz es profunda cual rumor de olas en los océanos celestes y lánguida como hecha de un viento antiguo. El cuerpo del caminante se estremece.
—¿Soy, acaso, el único que puede verte? —pregunta el cazador de milagros, preocupado por el espanto que esa antinatural (¿o acaso demasiado natural?) aparición podría causar en los habitantes del cercano poblado.
—Eres el único que alza su mirada al cielo.
Y con estas palabras las nubes se disipan, las estrellas lucen esplendentes en la bóveda celeste, en el cenit la luna llena resplandece. El caminante no deja de ver el cielo y el brillo del astro le baña cada centímetro, produciéndole la abstracta sensación de ser observado. Sensación que nunca le habrá de abandonar.
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