miércoles, 21 de mayo de 2008

En las fauces del Infierno


Esparcidos por el suelo, había trozos de cerámica de algún jarrón de barro roto hacía mucho. En las paredes se podían apreciar los arabescos en relieve donde las líneas tomaban rumbos espirales y aleatorios por toda la oscura y mohosa habitación. A través de las celosías, en las partes altas de las paredes, entraba un aire húmedo y cálido, producía una sensación de modorra poco cómoda. También podía distinguirse una tenue luz verdosa que parecía provenir del exterior. Pero nunca se escuchaba nada, excepto el quejido del viento deslizándose entre los huecos y recovecos más inimaginables por las paredes y entre los espacios fuera de esta terrible prisión.
El lugar ya había adquirido mi aroma, debido a que no tenía ningún sitio donde depositar mis excreciones y estas, de algún modo llevan algo de mi esencia corporal. Ya me sabía cada uno de los rumbos que tomaban los bajorrelieves en las paredes, los había recorrido todos, uno por uno, varias veces, ya.
¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Era imposible saberlo, el sol no podía decirme si era de noche o día, pues nunca era visible. Ciertamente, era mucho, no sabía cuanto, pero es que cada minuto me parecía una eternidad. Vi mis manos palidecer a causa de la falta de luz y arrugarse como producto de un envejecimiento prematuro. La barba me había crecido bastante. Los días (si es que eran eso, puesto que el ciclo circadiano simplemente me era inexistente) eran todo el tiempo lo mismo. Dos veces al día me drogaban con gases que entraban por huecos indefinidos de esa prisión y al despertarme había comida y agua. Me sentaba en el suelo a ver el techo, allá en lo alto en donde se colaba la única traza de luz que podía distinguir, jugando con los vapores que penetraban y las formas raras que tomaban. Pronto me aburría y caminaba alrededor de ahí de pared a pares, diez pasos, diez pasos, diez pasos, diez pasos. Y volvía al centro luego de algunas horas, exhausto, notaba que, a pesar de no poder medir el tiempo, cada vez volvía al centro agotado en un menor lapso de tiempo. Me debilitaba. No tardaría en morir. Me dolía la piel, cada centímetro de mi cuerpo era una tortura el solo sentirla.
Pronto todo empeoró. Comencé a tener alucinaciones. Escuchaba voces que hablaban del mundo exterior, la voz suplicante de mi esposa, el llanto de mi pequeño hijo, el ladrido de mi perro en los suburbios, logré ver lo que creía que era una ventana y al abrirla el sol entró por ella fulminante, reluciente, bellísimo, pero entonces, y después, tan solo de un mínimo parpadeo, todo desapareció y me quedé mirando a la pared, tan oscura y monótona como antes.
Era la víctima de mis conocimientos. Mi atrevimiento al escudriñar en lo prohibido fue lo que me condenó a permanecer en este recoveco de inmundicia. En aquella época cuando yo era un respetado académica de una importante universidad, en el ramo de la arqueología, me topé de repente con un conocimiento de lo más inexplicable y majestuoso, era el hallazgo del siglo, el camino hacia la gloria y la inmortalidad de mi memoria. Me sumergí, sin pensarlo dos veces, en aquella montaña de información mas pronto me daría cuenta de con lo que realmente me había topado. Caí en la cuenta de que no era el camino a la gloria, sino al terror más puro que humano alguno podría llegar a conocer, la causa máxima de la desaparición de imperios y civilizaciones en la antigüedad. Sabía que esto no traería nada bueno, sabía que me acarrearía desgracias, pero la sed y la ambición de información pudieron más que yo y no paré, a pesar de las múltiples advertencias que recibía de hombres extraños y recados de lo más ofensivo e intimidatorio. Mi esposa se preocupaba por mí, pero esto era más grande que yo, esto era más grande que nada y yo debía sacarlo a la luz, debía ser yo quién lo liberase de las tinieblas.
La advertencia dejó de serlo cuando una noche, en la biblioteca de una universidad lejana a casa, a la cual había viajado para dar ciertos cursos y estudiar algunos documentos antiguos, alguien llegó a mí presentándose como agente de una corporación policíaca local. Me llevó detenido, no me resistí, sabía que se trataba de un mal entendido, pero no había tal. Ya en la patrulla fui inmovilizado con choques eléctricos y luego amordazado. Al despertar me encontraba en este terrible sitio. Y es lo último que recuerdo desde entonces.
¡Ha sido abierta! ¡Una puerta en la monotonía de la pared ha sido abierta al fin! Esperaré pues parece que escucho pasos que vienen hacia aquí. Solo se distinguen sombras, nada reconocible, nada sucede luego, la puerta queda abierta. Es hora, ahora o nunca, ahora o para siempre. Con cautela –toda de la que soy capaz, tomando en cuenta mi precario estado – salgo y me dirijo a través del único camino que encuentro. Las luces provienen de antorchas colgadas en la pared. Siento el viento. Indicio de libertad, arrastro mis pies lo más rápido que puedo (dado que no puedo correr, propiamente) y atravieso un umbral tras el cual espero hallar la libertad anhelada. Empujo mi cuerpo y llego a la fuente de aquel viento húmedo. No es viento del exterior, no es una salida. ¿Dónde estoy? ¿Qué es lo que está pasando aquí? Estoy en lo que parece ser la entrada hacia la mayor caverna jamás vista. Es una mina de proporciones inimaginables con un diámetro kilométrico e innumerables pasadizos y entradas. El viento proviene de abajo, de aquellas innominables profundidades terrestres que exhala sus vapores húmedos y arcaicos, cual fauces infernales. Hacia arriba no parecía haber nada más que el techo cubierto de estactitas que amenazaban con caer a cualquier obrero desprevenido. Y los obreros, eran lo más desconcertante de aquel, ya de por si inexplicable sitio. Eran hombre de baja estatura cuyos cuerpos parecían estar cubiertos por piel escamosa y unas túnicas apenas utilizables, debido a que estaban tan rotas, por el trabajo en la mina quiero pensar, que debían ser comparadas con harapos y jirones. Parecían ir encorvados como cargando un mundo de culpa sobre ellos. El hedor que despedían me comenzó a marear, lo cual era sorprendente, debido a que yo convivía todos los días, desde hace un tiempo incontable, con mis propias heces en descomposición.
Entonces una mano, rígida como fierro y al mismo tiempo gentil (una gentileza fingida pude constatar tan solo por el modo en que lo sentía), se posó sobre mi hombro. “¿Busca algo señor?” escuché la voz ronca y esforzada detrás de mí. Me di vuelta y lo que vi no tiene nombre. Era aquel hombre que se había hecho pasar por agente de ley y que me había traído a este infernal sitio de putrefacción. Sonrió cuando notó mi sorpresa, mostrando aquella dentadura tan inhumana, conformada por innumerables hileras de dientes en forma de sierra.
Eso es lo último que he de recordar. Su ominosa sonrisa, el viento que provenía de las profundidades escurriéndose hasta mis oídos, el constante martillar de esos seres escamosos que figuraban de obreros en las minas del infierno. Justo ahora no me queda la certeza de si estoy vivo o muerto al fin.

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La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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