lunes, 5 de mayo de 2008

Hedor amarillo

- Anoche por allá calló un meteorito – contaba el muchacho del gorro rojo a su amigo mientras montados en sus bicicletas al borde de una peña le mostraba a lo lejos la inmensidad del bosque.
- No te creo, Nico, tu siempre te la pasas inventando cosas – le contestó el muchacho de camiseta amarilla con una incredulidad fingida, puesto que en lo más profundo de si deseaba que en verdad hubiese caído algo del cielo.
- ¿No me crees? Entonces te reto.
- ¿A que?
- Vamos y te lo mostraré.
- Se hace tarde, mejor otro día – respondió sobándose el brazo como sacudiéndose esa tentación de aceptar.
- No seas cobarde, Vamos – sabía bien por donde mover la voluntad de su amigo, lo había hecho antes, además, él quería ver ese supuesto meteorito también, pero tenía miedo de ir solo.
- Es que…
- Anda, será de lo mejor que verás, antes de que lleguen los adultos y se lo lleven, es una oportunidad en mil, Pepe.
- Está bien.
Así pusieron en marcha sus bicicletas, la emoción los invadía a ambos. ¿Verían esa roca incandescente o no encontrarían nada? ¿Sería verdaderamente un meteorito? ¿Valdría la pena? No tardaron en llegar al bosque. La carrera era entre ellos dos, Pepe pedaleaba algo ralentizado comparado con el presuroso pedalear de Nico que mostraba una emoción incontenible ante lo que se hallaría ahí en el espeso bosque de pinos. Ellos iban a contra viento, y este soplaba algo fuerte, se podía escuchar el silbido que era producido por el choque de las corrientes aéreas entre las ramas de las coníferas. El crujir de las llantas al pasar sobre las ramas secas era un estímulo extra y aumentaban la excitación. Pronto algo cambió, algo que los hizo bajar la velocidad de sus vehículos. En el ambiente se detectaba un pestilente aroma sulfuroso. El hedor se incrementaba entre más avanzaban. Intercambiaron mutuas miradas, sabían lo que eso significaba, sabían que se encontraban cada vez más cerca de lo que buscaban y cada vez más lejos del límite donde arrepentirse fuera válido. Llegó un momento en que a los pies de los muchachos, bajo los rines de las bicicletas se formaba una especie de nata vaporosa de un color amarillo. Y entonces lo vieron, a lo lejos, un cráter del tamaño de un automóvil compacto que despedía ese terrible hedor, tan fuerte que los muchachos debían cubrirse la nariz y boca con sus ropas. La pestilencia pronto fue lo último que les preocupó al notar que desde el interior del agujero algo parecía moverse. Se arrastró a los bordes del cráter escurriéndose entre la densa capa amarilla. Se acercó a ellos, pero con una velocidad tal que solo pudieron detectarlo cuando los sostuvo de los tobillos. Eran una especie de tentáculos negros y viscosos que supuraban una pegajosa mucosidad de olor desagradable. Los muchachos gritaban del miedo, se retorcían en sus intentos por escapar, se sacudían con violencia sin lograr cambiar nada, seguían tan sujetos como antes. Pronto eran arrastrados al interior del agujero, sus gritos y súplicas no cambiaron nada. Pronto desaparecieron entre la densa capa de gases amarillos que manaba del orificio hecho por lo que fuera que haya caído la noche anterior.
Al día siguiente una ambulancia llevaba a los dos muchachos al hospital más cercano. Ambos estaban inconscientes, fueron hallados en las inmediaciones del bosque, tenían marcas como raspones y arañazos en el cuerpo, nada preocupante, lo más extraño era una profunda herida que ambos presentaban en los tobillos, como si gruesas estacas los hubieran atravesado y les hubiesen inyectado esa sustancia amarillenta y hedionda que les escurría de la llaga. Sospechaban que pudieran haber sido atacados por algún animal venenoso. Cuando la ambulancia transcurría por la autopista perdió el control de modo inexplicable y se volcó con resultados trágicos. Los paramédicos, todos ellos habían muerto, pero los cuerpos de los muchachos no fueron hallados. Pero hubo algo aún más preocupante que las muertes en si: a los paramédicos muertos les faltaban los globos oculares, a todos ellos.
Hasta hoy no se conoce el paradero de los dos jóvenes.

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La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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