jueves, 22 de marzo de 2007

Relatos de la Esencia, El ritual Parte 1


La noche era marcada por sonidos propios de una selva antigua y virgen al hombre “civilizado”. Una luna llena magnífica brillaba en el cielo poblado de tímidas y antiguas estrellas, mientras bajo los árboles el sonido de unos pasos poblaba la atmósfera perfumada de arcaicos tiempos y vidas renacientes, de pétreas edades y almas germinantes.

Cerca, una luz mas terrenal, fuego, era alimentada por maderos secos consumiéndose casi al ritmo de añejos cánticos pronunciados por la figura decadente de un hombre, sentado frente a la fogata, con los ojos cerrados en un estado aparente de trance. Ceremoniosamente tomó el anciano un bastón para agitarlo alrededor de las llamas y estas, cual serpiente bajo el influjo de un encantador, se movían siguiendo la ruta del bastón hipnóticamente hasta que se detuvieron, se detuvieron completamente, como congeladas en el tiempo, pero estas apuntaban asimismo en una dirección, la espesura de la selva era señalada por flamas coaguladas en el espeso ambiente. La mirada del anciano de piel de bronce se posó en la negrura de la selva, esperando que algo se asomara, pero cuando aún nada aparecía entre los árboles, con una sonrisa ligeramente sardónica se dirigió a quien parecía no estar ahí.

--¿Haz llegado ya Julián? No es tan tarde como parece.

--Eso espero – replicó una voz desde la oscuridad—sentía que ya no encontraría a nadie pero parece que solo has llegado tu.

La otra voz era la de un hombre de edad avanzada que salía en ese momento de entre el espeso follaje silvícola, usaba ropa de un hombre citadino, corbata, gabardina y buenos lentes oscuros, que contrastaban con los harapos del primer anciano, que no se inmutó en lo absoluto y se levantó para darle la mano al recién llegado. El hombre de lentes se quitó la gabardina y la chaqueta, se aflojó la corbata y sacó una daga de negra obsidiana. El hombre en harapos, mientras tanto, recogía su bastón del suelo y de nueva cuenta lo movió alrededor de las flamas tintineantes de la hoguera y estas, igual que antes, se bamboleaban siguiendo el cayado como si éste ejerciera una fuerza irresistible sobre la materia ígnea. Julián, el hombre de corbata y lentes oscuros, usaba la daga para hacer ciertos dibujos en el suelo alrededor de la fogata.

-- Con que no se esperaron—una nueva voz surgió de la nada—Julián, Algol, que bueno que empezaron a preparar el altar.

-- Cuanto antes mejor pienso yo, Zaá — dijo despreocupadamente
Julián sin sentir la necesidad de dirigir la mirada hacia dirección alguna, pues sabía que por más que buscara no encontraría nada, quien le había dirigido esas palabras era el aire mismo, uno como ellos. Un momento después, se materializó desde la nada una figura, como una aglomeración del ambiente en un espacio contenido y la solidificación del viento para tomar al fin la forma de un hombre de complexión delgada y elevada estatura, pero de apariencia longeva al igual que los otros dos individuos que ya estaban ahí. Este último se amarraba su largo pelo lacio con una cinta roja, y se cubría con una chaqueta de piel color café, llevaba colgado un curioso morral* que bajó al suelo y colocó delicadamente junto con la gabardina de aquél que se identificaba como Julián. Del morral tomó lo que parecía se una cuchilla de obsidiana rudimentariamente afilada con un par de adornos de otras piedras como rubíes y zafiros formando lo que parecía se el emblema de una caracola sobre la negra y quebradiza piedra de casi treinta centímetros de largo.

Algo aterrador se llegó a escuchar en las profundidades de la selva, era el rugido de lo que parecía ser un gran felino. En ese momento, ellos, los tres que ya habían llegado al lugar acordado interrumpieron todo lo que estaban haciendo y se incorporaron como si desearan percibir mejor el sonido, se miraron entre ellos con una extraña seriedad dejando casi ver un dejo de agrado.

-- Es él ¿no es cierto? – señaló Julián

-- Parece que si es él – respondió aquel que se hacía llamar Zaá casi satisfecho aunque dejando ver rastros de un profundo y casi olvidado temor.

Entre tanto, el andrajoso Algol sonreía burlón de la situación e hizo sonar los pequeños colgandijes de hueso, puntas de obsidiana y conchas, que estaban amarrados en la punta de su báculo a modo de tocado, al levantarlo del suelo, sin agacharse, pues, al igual que las flamas de la fogata, este respondía o parecía responder a órdenes inaudibles imposibles de negarse y se levantó del suelo como elevado por manos invisibles que lo entregaban a las visibles y arrugadas manos de viejo.




*: Bolso rustico usado normalmente por indígenas americanos.
Cada uno de los viejos hombres hacía alguna cosa, preparaban el lugar para lo que seguramente sería algún ritual innominado de arcaicas eras antediluvianas. Ellos parecían saber muy bien lo ominoso de lo que estaban montando pero sus movimientos tenían más bien un aire despreocupado y sereno aunque dejando notar una oculta ansiedad.

En aquel momento algo surgía de las tinieblas, un jaguar más negro que la pez y con una mirada dotada de una indescriptible sensación de humanidad y fiereza. Si, esa no era la mirada de un animal salvaje y feroz, sino más bien la de un hombre al momento de matar a alguien. Las longevas y quijotescas figuras de los hombres que se encontraban alrededor de la fogata aún encendida y abrasadora, se detuvieron y se levantaron con la mirada clavada en esa feroz criatura que había surgido de las espesuras selváticas. El jaguar a su vez los observaba con extraña curiosidad, pero no la curiosidad propia de un animal frente a los aparatejos y artilugios humanos, sino la curiosidad propia de un hombre cuando se encuentra con viejos amigos y desea saber que tanto han cambiado estos. Y es que era esto último lo que pasaba, Zaá lo llamó por su nombre, “Balam” le dijo. Entonces las facciones propias del felino desaparecieron para dar lugar al rostro de un hombre con expresión dura, lo mismo su cuerpo que era robusto a pesar de la edad que parecía tener, no distinta a la de sus compañeros, sus ropas eran de color negro, desde la roída gabardina hasta los zapatos gastados, aunque no tenía pinta de pordiosero si parecía ropa vieja, no lo mismo que las rasgaduras que podrían ser mas bien consecuencia de algún percance mas reciente aunque no tan inmediato.

--Lamento la tardanza— se limitó a decir ese tal Balam con un acento muy osco y casi despectivo.

Se encaminó hacia la fogata en lo que de entre sus ropajes sacaba una rudimentaria pero decorada y afilada hacha de obsidiana, parecía que este elemento era algo común en cada uno de ellos.

La ceremonia estaba casi por dar comienzo. El ruido era incesante en la selva, grillos, aves nocturnas e incluso algunos coyotes y monos gritando y aullando a la luna. Julián tomó un puñado de cenizas y encaminándose unos pasos al este lo sopló un poco y conjuró algunas palabras, luego hizo lo propio en el norte, el oeste y al final el sur. Los sonidos nocturnos cesaron por completo, no había ya ningún grillo cantor, ni ningún mono gruñendo, ni ningún coyote que aullase y tampoco ninguna ave nocturna cantando alas sombras, el silencio lo dominaba todo y se sentía la selva inundada en un estado de calma asfixiante, solo el sonido del viento meciendo los árboles se detectaba de vez en cuando.
Ahora los cuatro se colocaron alrededor de la fogata, Zaá en el este, Julián en el sur, Algol en el lado oeste y Balam en el norte, todos se miraron con aire casi temeroso pero decidido e incluso se dejaba ver su ansiedad ante lo que harían a continuación. El primero en hablar fue Algol, que comenzó a recitar un extraño y poderoso cántico.

--Los senderos se cruzan al fin, los hijos de la carne han de trasmigrar su arcaico espíritu para morar en el nuevo cuerpo, para hacer brotar nueva sangre. Mientras pronunciaba esas palabras en un modo ceremonioso todos preparaban cada uno un objeto distinto de obsidiana; en el caso de Algol, quitó de su bastón una de las puntas de obsidiana que colgaban junto con las otras piedras, conchas y demás; Zaá tomó esa cuchilla con un graba do de otras piedras incrustados; Julián preparó esa daga con mango de hueso que había ostentado desde un principio; finalmente Balam tomó con firmeza el hacha de obsidiana que tenía.

Entonces, tras unos segundos que parecieron eternos hicieron algo que estremeció el aura nocturna ya de por sí tensa por la presencia de estos personajes tan inquietantes. Los cuatro, cada uno con el objeto de su elección, se abrieron las venas de la mano derecha (en el caso de Julián que era zurdo fue la izquierda) y extendieron el brazo hacia las llamas para dejar que su sangre se derramase sobre el fuego. Podían distinguirse entre el claroscuro, provocado por la negrura nocturna y la luz de la fogata, las expresiones de dolor en que retorcían sus rostros. Un nuevo cántico comenzó a ser salmodiado a grandes voces, esta vez por los cuatro al mismo tiempo irrumpiendo en aquel espectral y frío silencio en el que la selva estaba sumida por la acción de Julián. Sus voces potentes pronunciaban las palabras:

-- Sangre nueva, Alma vieja, Renace la Carne. Sangre nueva Alma vieja, Renace el hombre. Sangre nueva, Alma vieja, Renace la Carne. Sangre nueva Alma vieja, Renace el hombre. Lo repetían sin cesar sin dar tregua a sus fatigadas cuerdas bucales, con potencia tormentosa. Regalaban su sangre a esas llamas mientras sus salmos repetitivos atronaban en la tensa noche. Cuando estaban por llegar a la repetición número diecinueve, los cuatro se agacharon y tomaron con su mano no sangrante un trozo de carbón incandescente y luego se levantaron.

-- Sangre nueva, Alma vieja, Renace la Carne. Sangre nueva Alma vieja, Renace el hombre. Seguían pronunciando sin cesar y a la veinteava repetición del canto afirmaron con fuerza el ígneo pedazo de carbón contra la herida para cauterizarla. Su carne se quemaba, se escuchaba el chisporroteo provocado por el contacto del fuego con la sangre y la piel, pero lo sostuvieron así con enérgica determinación mientras sus semblantes se torcían en muecas de dolor.

-- El ritual ha concluido, todo hecho está.-- Dijo Algol mientras sostenía todavía el pedazo incandescente en su brazo y luego se le unió Zaá.
-- El espíritu en nueva carne renacerá.-- A ellos se les unió Julián.
-- En un nuevo útero, el hombre se encarnará.
-- Y el cuerpo viejo al alba no llegará. Sentenció al final la voz grave de Balam.

Los pedazos de carbón aún incandescentes cayeron al suelo, las heridas punzaban es sus brazos con fuerza difícilmente resistible por un hombre cualquiera. Zaá tomó su morral rojo y extrajo de él cuatro rollos de vendas, las repartió dejándose una él, poco hay que decir sobre lo que corría en sus pensamientos, tal vez imágenes de anteriores épocas en donde sus ahora decrépitos cuerpos rebosaban de juventud, cuando sus jóvenes experiencias los llevaron a un sin fin de extraordinarias aventuras y terribles pesadillas. Ahora sus rostros parecen estriados por profundas arrugas y cicatrices, producto de los años y de sus imprudentes actos, así como de encuentros con entes solo imaginables por un lunático.

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La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

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