viernes, 23 de marzo de 2007

Dimián el de la Derecha


“Es mío”. Pensaba aquél hombre mientras observaba desde el cristal del último piso de aquél alto e importante rascacielos, su mirada contemplaba todo el amplio horizonte citadino. “Es mío”, seguía pensando el hombre, aquel al que llamaban Dimián los pocos que tenían el privilegio de saber su nombre. “Yo construí esta sociedad, yo creé esta civilización para el hombre, porque yo amo al hombre” se decía a si mismo, se lo repetía una y otra vez, sin descanso. No mentía, él amaba la humanidad, y la protegía contra cualquier amenaza que se presentara, él deseaba la eternidad de la cultura humana. A pesar de las interpretaciones que se puedan dar, él no amaba al hombre por un sentido altruista, ni por mera filantropía obsesiva, sino por razones más mundanas y personales; más humanas diría yo. Su deseo de poder es lo que provocaba sentimientos de apadrinamiento sobre la humanidad, la cultura humana es una lucrativa fuente de poder e influencia entre los círculos superiores de la Esencia, él había subido tan alto en esos círculos que el poder lo enloquecía a veces.
Una catedral se veía a lo lejos entre el paisaje urbano, un templo católico muy antiguo, tal vez datado del siglo XVI, construida de un estilo gótico, con sus puntiagudas torres que descollaban en lo alto del emponzoñado éter citadino, y un vitral en forma de rosetón hermosamente decorado con alguna escena bíblica. “Es mío también”.
Tocan a la puerta de la amplia oficina exuberantemente decorada con antigüedades medievales. Cuando Dimián dio el permiso para que la abriesen entraron dos de sus hombres sosteniendo a un tipo de apariencia demacrada y endeble. “Tráiganlo ante mi” su orden fue acatada como si fuese el mismo Dios quien la hubiese dado. Hincaron hombre a los pies de Dimián y este le empezó a hablar. Al principio con suave altivez, con gentileza fingida, pero su odio hacia esa persona era evidente.
“Osaste traicionarme, eres solo alguien que trabaja para mí, y con estupidez en tus actos, osaste traicionarme”. El odio aumentaba a cada palabra. “N, no… no fue mi intención… y- yo solo quería algo para m-mi familia” con torpeza en sus palabras el macilento hombre trataba de defenderse, pero sus palabras no eran captadas por aquel a quien iban dirigidas.
Levantándolo del cuello Dimián comenzó a decir algunas maldiciones entre dientes, estaba en verdad enfadado pues no concebía perdón para la traición, no importa cual fuese el motivo. Un poderoso destello se produjo, una luz blanca y fugaz, como el flash de una cámara fotográfica, pero mucho mas potente, cuando la luz desapareció el pobre hombre se encontraba a casi cinco metros de Dimián y seguía avanzando, como cayendo estrepitosamente en horizontal, menos de un segundo después, su cuerpo chocó con furia contra la puerta de la enorme oficina, una hermosa puerta de madera decorada con motivos célticos, probablemente un diseño exclusivo. El golpe fue seco y el cadáver cayó al suelo escurriendo sangre de la nuca. “Saquen eso de aquí, y limpien mi entrada”. La orden fue acatada como si hubiera venido del mismo Dios.
“Es mía, la humanidad es mía, y puedo hacer con ella lo que desee”. Y tenía razón.

jueves, 22 de marzo de 2007

Gestat el de la izquierda


Siendo Martes en la tarde un hombre de estatura media, complexión media, cabello y vigote canos y saco de color café ocre de apariencia gastada, pasea entre las callejuelas de una ciudad ya deshabitada de peatones, pues caminar en la noche no es recomendable, hay mucha inseguridad. Parece no estar preocupado por el mundo que lo rodea, si es que no es él quien rodea al mundo con pensamientos y miradas de despreciable altanería y odio, se encuentra ensimismado en planes de destrucción de sociedades y exterminio humano. Recuerda aquellos días de antaño en los que sus hermanos y ancestros rondaban por los campos y selvas admirando la exuberante belleza que ofrecía el mundo, admirando la naturaleza en su estado puro sin ningúna forma de vida capaz de modificarlo de modo tán drástico como lo ha hecho ese parásito al que llama hombre y al que detesta por sobre cualquier cosa por quitarle la belleza a su mundo.

Ahora seguía imprimiendo sus huellas en aquel terreno transformado y creado para y por los hombres que tanto odiaba, se mesclaba entre ellos para erradicar el mal desde el corazón y no desde el exterior. recogió una lata del piso, pensó en lo que tuvo que pasar ese pedazo de ojalata para pasar de su estado natural como un elemento mas en la corteza de la tierra a el estado actual de artilugio deshechado por grotescas criaturas altaneras que esperaban de modo estúpido que ese metal modificado pasara a formar parte nuevamente de la tierra del que lo robaron.

Cuendo entra en un callejón angosto y sombrío es enboscado por una pequeña jauría de hombres que están deseosos de riquezas vanas y pasageras que les darán placeres efímeros y mundanos. Lo amenazan con nabajas, él piensa: "Pobres cucarachas,... Con perdón de las cucarachas". Cuatro gigantescas y monstruosas manos-garras surgen rápida y violentamente de su espalda arrancando la cabeza de uno de los cinco ladronzuelos, la otra estruja y desbarata el craneo de otro de los bándalos contra la pared de ladrillos rojos, ahora mas rojos que antes; las monstruosas extremidades son dirigidas entonces contra los otros tipos atravezando el torax de uno de ellos y cogiendo al otro por la pierna, lo levanta y las negruscas garras le arrancan con terrible facilidad la columba; solo queda uno, que ve como esos dos pares de monstruosos brazos son acompañados por sus extremidades normales al transformarse también en esa grotezca masa negrusca de carne ominosa, no tiene tiempo de gritar cuando fué atrapado por el cuello y levantadoa una altura de tres metros sobre el suelo, solo escuchó: "No sabes en la que te metiste, parásito", su garganta tronó estrepitósamente.

El hombre repitió la misma frase frente a ese cadaver: "No sabes en la que te metiste, no sabes que te metiste con Gestat. Levantó el pié y cruzó del otro lado del cuerpo, se fué de ahí.

Aborto


"¡Matenme!" gritaba el pequeño embrión en el bientre materno, deseaba morir, deseaba no nacer, y quería hacer lo posible por malograrse. No usaba ningún lenguage, puesto que no tenía ni garganta ni boca, solo lo gritaba en conciencia desde el fondo de su aún no terminado cerebro.

¿Por qué querría morir un no nato? Alguien tocó el bientre de la madre y le pasó al desdichado cigoto las imagenes de la realidad que le esperaba:

6,000 millones de habitantes que hormiguean en la corteza terrestre, haciendo escasas las posibilidades de bienestar.

6,000 millones de bocas que alimentar con la escasa comida que queda en el mundo lleno de enfermedades letales, y personas que nececitan de agua aunque sea para beber, agua que escasea cada vez mas, y que destrullen con impunidad los bosques y contaminan ríos y mares (no se conforman solo con las aguas en tierra firme).

6,000 millones de seres que nececitan servicios como la energía electrica que al producirla contaminan (para no variar) el aire con emiciones de gases tóxicos que han descontrolado terriblemente el clima, ya de modo irremediable.

Y la celula que debería ser en unos 7 meses un niño bién formado, al ver todo ello, decide no nacer, decide no sufrir tanta porquería, encuentra como única salvación para la raza humana el exterminio, si mueren almenos tres cuartas partes de la población mundial a lo mejor los sobrevivientes tendrían suficiente agua y recursos para vivir un tiempo mas, pero ya no sería lo mismo, ya nunca será lo mismo.

"¡Matenme!" Y le complacieron su deceo, lo hubiesen hecho si el no lo hubiera pedido. Que podrido está el mindo.

El Mundo padece una enfermedad progresiva y letal llamada: Humanidad.

Relatos de la Esencia, El ritual Parte 1


La noche era marcada por sonidos propios de una selva antigua y virgen al hombre “civilizado”. Una luna llena magnífica brillaba en el cielo poblado de tímidas y antiguas estrellas, mientras bajo los árboles el sonido de unos pasos poblaba la atmósfera perfumada de arcaicos tiempos y vidas renacientes, de pétreas edades y almas germinantes.

Cerca, una luz mas terrenal, fuego, era alimentada por maderos secos consumiéndose casi al ritmo de añejos cánticos pronunciados por la figura decadente de un hombre, sentado frente a la fogata, con los ojos cerrados en un estado aparente de trance. Ceremoniosamente tomó el anciano un bastón para agitarlo alrededor de las llamas y estas, cual serpiente bajo el influjo de un encantador, se movían siguiendo la ruta del bastón hipnóticamente hasta que se detuvieron, se detuvieron completamente, como congeladas en el tiempo, pero estas apuntaban asimismo en una dirección, la espesura de la selva era señalada por flamas coaguladas en el espeso ambiente. La mirada del anciano de piel de bronce se posó en la negrura de la selva, esperando que algo se asomara, pero cuando aún nada aparecía entre los árboles, con una sonrisa ligeramente sardónica se dirigió a quien parecía no estar ahí.

--¿Haz llegado ya Julián? No es tan tarde como parece.

--Eso espero – replicó una voz desde la oscuridad—sentía que ya no encontraría a nadie pero parece que solo has llegado tu.

La otra voz era la de un hombre de edad avanzada que salía en ese momento de entre el espeso follaje silvícola, usaba ropa de un hombre citadino, corbata, gabardina y buenos lentes oscuros, que contrastaban con los harapos del primer anciano, que no se inmutó en lo absoluto y se levantó para darle la mano al recién llegado. El hombre de lentes se quitó la gabardina y la chaqueta, se aflojó la corbata y sacó una daga de negra obsidiana. El hombre en harapos, mientras tanto, recogía su bastón del suelo y de nueva cuenta lo movió alrededor de las flamas tintineantes de la hoguera y estas, igual que antes, se bamboleaban siguiendo el cayado como si éste ejerciera una fuerza irresistible sobre la materia ígnea. Julián, el hombre de corbata y lentes oscuros, usaba la daga para hacer ciertos dibujos en el suelo alrededor de la fogata.

-- Con que no se esperaron—una nueva voz surgió de la nada—Julián, Algol, que bueno que empezaron a preparar el altar.

-- Cuanto antes mejor pienso yo, Zaá — dijo despreocupadamente
Julián sin sentir la necesidad de dirigir la mirada hacia dirección alguna, pues sabía que por más que buscara no encontraría nada, quien le había dirigido esas palabras era el aire mismo, uno como ellos. Un momento después, se materializó desde la nada una figura, como una aglomeración del ambiente en un espacio contenido y la solidificación del viento para tomar al fin la forma de un hombre de complexión delgada y elevada estatura, pero de apariencia longeva al igual que los otros dos individuos que ya estaban ahí. Este último se amarraba su largo pelo lacio con una cinta roja, y se cubría con una chaqueta de piel color café, llevaba colgado un curioso morral* que bajó al suelo y colocó delicadamente junto con la gabardina de aquél que se identificaba como Julián. Del morral tomó lo que parecía se una cuchilla de obsidiana rudimentariamente afilada con un par de adornos de otras piedras como rubíes y zafiros formando lo que parecía se el emblema de una caracola sobre la negra y quebradiza piedra de casi treinta centímetros de largo.

Algo aterrador se llegó a escuchar en las profundidades de la selva, era el rugido de lo que parecía ser un gran felino. En ese momento, ellos, los tres que ya habían llegado al lugar acordado interrumpieron todo lo que estaban haciendo y se incorporaron como si desearan percibir mejor el sonido, se miraron entre ellos con una extraña seriedad dejando casi ver un dejo de agrado.

-- Es él ¿no es cierto? – señaló Julián

-- Parece que si es él – respondió aquel que se hacía llamar Zaá casi satisfecho aunque dejando ver rastros de un profundo y casi olvidado temor.

Entre tanto, el andrajoso Algol sonreía burlón de la situación e hizo sonar los pequeños colgandijes de hueso, puntas de obsidiana y conchas, que estaban amarrados en la punta de su báculo a modo de tocado, al levantarlo del suelo, sin agacharse, pues, al igual que las flamas de la fogata, este respondía o parecía responder a órdenes inaudibles imposibles de negarse y se levantó del suelo como elevado por manos invisibles que lo entregaban a las visibles y arrugadas manos de viejo.




*: Bolso rustico usado normalmente por indígenas americanos.
Cada uno de los viejos hombres hacía alguna cosa, preparaban el lugar para lo que seguramente sería algún ritual innominado de arcaicas eras antediluvianas. Ellos parecían saber muy bien lo ominoso de lo que estaban montando pero sus movimientos tenían más bien un aire despreocupado y sereno aunque dejando notar una oculta ansiedad.

En aquel momento algo surgía de las tinieblas, un jaguar más negro que la pez y con una mirada dotada de una indescriptible sensación de humanidad y fiereza. Si, esa no era la mirada de un animal salvaje y feroz, sino más bien la de un hombre al momento de matar a alguien. Las longevas y quijotescas figuras de los hombres que se encontraban alrededor de la fogata aún encendida y abrasadora, se detuvieron y se levantaron con la mirada clavada en esa feroz criatura que había surgido de las espesuras selváticas. El jaguar a su vez los observaba con extraña curiosidad, pero no la curiosidad propia de un animal frente a los aparatejos y artilugios humanos, sino la curiosidad propia de un hombre cuando se encuentra con viejos amigos y desea saber que tanto han cambiado estos. Y es que era esto último lo que pasaba, Zaá lo llamó por su nombre, “Balam” le dijo. Entonces las facciones propias del felino desaparecieron para dar lugar al rostro de un hombre con expresión dura, lo mismo su cuerpo que era robusto a pesar de la edad que parecía tener, no distinta a la de sus compañeros, sus ropas eran de color negro, desde la roída gabardina hasta los zapatos gastados, aunque no tenía pinta de pordiosero si parecía ropa vieja, no lo mismo que las rasgaduras que podrían ser mas bien consecuencia de algún percance mas reciente aunque no tan inmediato.

--Lamento la tardanza— se limitó a decir ese tal Balam con un acento muy osco y casi despectivo.

Se encaminó hacia la fogata en lo que de entre sus ropajes sacaba una rudimentaria pero decorada y afilada hacha de obsidiana, parecía que este elemento era algo común en cada uno de ellos.

La ceremonia estaba casi por dar comienzo. El ruido era incesante en la selva, grillos, aves nocturnas e incluso algunos coyotes y monos gritando y aullando a la luna. Julián tomó un puñado de cenizas y encaminándose unos pasos al este lo sopló un poco y conjuró algunas palabras, luego hizo lo propio en el norte, el oeste y al final el sur. Los sonidos nocturnos cesaron por completo, no había ya ningún grillo cantor, ni ningún mono gruñendo, ni ningún coyote que aullase y tampoco ninguna ave nocturna cantando alas sombras, el silencio lo dominaba todo y se sentía la selva inundada en un estado de calma asfixiante, solo el sonido del viento meciendo los árboles se detectaba de vez en cuando.
Ahora los cuatro se colocaron alrededor de la fogata, Zaá en el este, Julián en el sur, Algol en el lado oeste y Balam en el norte, todos se miraron con aire casi temeroso pero decidido e incluso se dejaba ver su ansiedad ante lo que harían a continuación. El primero en hablar fue Algol, que comenzó a recitar un extraño y poderoso cántico.

--Los senderos se cruzan al fin, los hijos de la carne han de trasmigrar su arcaico espíritu para morar en el nuevo cuerpo, para hacer brotar nueva sangre. Mientras pronunciaba esas palabras en un modo ceremonioso todos preparaban cada uno un objeto distinto de obsidiana; en el caso de Algol, quitó de su bastón una de las puntas de obsidiana que colgaban junto con las otras piedras, conchas y demás; Zaá tomó esa cuchilla con un graba do de otras piedras incrustados; Julián preparó esa daga con mango de hueso que había ostentado desde un principio; finalmente Balam tomó con firmeza el hacha de obsidiana que tenía.

Entonces, tras unos segundos que parecieron eternos hicieron algo que estremeció el aura nocturna ya de por sí tensa por la presencia de estos personajes tan inquietantes. Los cuatro, cada uno con el objeto de su elección, se abrieron las venas de la mano derecha (en el caso de Julián que era zurdo fue la izquierda) y extendieron el brazo hacia las llamas para dejar que su sangre se derramase sobre el fuego. Podían distinguirse entre el claroscuro, provocado por la negrura nocturna y la luz de la fogata, las expresiones de dolor en que retorcían sus rostros. Un nuevo cántico comenzó a ser salmodiado a grandes voces, esta vez por los cuatro al mismo tiempo irrumpiendo en aquel espectral y frío silencio en el que la selva estaba sumida por la acción de Julián. Sus voces potentes pronunciaban las palabras:

-- Sangre nueva, Alma vieja, Renace la Carne. Sangre nueva Alma vieja, Renace el hombre. Sangre nueva, Alma vieja, Renace la Carne. Sangre nueva Alma vieja, Renace el hombre. Lo repetían sin cesar sin dar tregua a sus fatigadas cuerdas bucales, con potencia tormentosa. Regalaban su sangre a esas llamas mientras sus salmos repetitivos atronaban en la tensa noche. Cuando estaban por llegar a la repetición número diecinueve, los cuatro se agacharon y tomaron con su mano no sangrante un trozo de carbón incandescente y luego se levantaron.

-- Sangre nueva, Alma vieja, Renace la Carne. Sangre nueva Alma vieja, Renace el hombre. Seguían pronunciando sin cesar y a la veinteava repetición del canto afirmaron con fuerza el ígneo pedazo de carbón contra la herida para cauterizarla. Su carne se quemaba, se escuchaba el chisporroteo provocado por el contacto del fuego con la sangre y la piel, pero lo sostuvieron así con enérgica determinación mientras sus semblantes se torcían en muecas de dolor.

-- El ritual ha concluido, todo hecho está.-- Dijo Algol mientras sostenía todavía el pedazo incandescente en su brazo y luego se le unió Zaá.
-- El espíritu en nueva carne renacerá.-- A ellos se les unió Julián.
-- En un nuevo útero, el hombre se encarnará.
-- Y el cuerpo viejo al alba no llegará. Sentenció al final la voz grave de Balam.

Los pedazos de carbón aún incandescentes cayeron al suelo, las heridas punzaban es sus brazos con fuerza difícilmente resistible por un hombre cualquiera. Zaá tomó su morral rojo y extrajo de él cuatro rollos de vendas, las repartió dejándose una él, poco hay que decir sobre lo que corría en sus pensamientos, tal vez imágenes de anteriores épocas en donde sus ahora decrépitos cuerpos rebosaban de juventud, cuando sus jóvenes experiencias los llevaron a un sin fin de extraordinarias aventuras y terribles pesadillas. Ahora sus rostros parecen estriados por profundas arrugas y cicatrices, producto de los años y de sus imprudentes actos, así como de encuentros con entes solo imaginables por un lunático.

La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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