- ¡Maldita sea! ¡No te mueras! – gritaba desesperadamente aquella mujer mientras sostenía en su regazo el cuerpo inmóvil de un hombre de mediana edad y chaqueta de cuero. Este había perdido completamente el color de sus mejillas y sus labios parecían de un color azul opaco - ¡No te permito morir, no ha sido para tanto!
Desde el fondo de la habitación, frente a los emplomados de la enorme ventana se proyectaba una mirada perversa perteneciente a un alto hombre de rostro inexpresivo labios delgados, ojos felinos que parecían destellar en la oscuridad, una barba cerrada y descuidada, nariz aguileña y traje negro. Las lágrimas que dejaba escapar la mujer, nublaban su visión, y con esa humedad dirigió su vista a la figura que se silueteaba a contraluz desde la ventana. Era una mirada que se antojaba hirviente, venenosa, cáustica.
Desde el otro lado de la habitación aquel hombre solo se limitaba a observar la escena y entonces, por primera vez habló:
- No es nada personal, es solo que así lo exige el rito – mientras decía esto, se miraba sutilmente la mano derecha, sus uñas eran largas parecían terriblemente descuidadas y sucias, cual metal oxidado. Cuando hablaba, de su boca nacía un hedor que era perceptible desde la distancia a la que se encontraba ella. No era el clásico olor a boca sucia que cabría esperarse, era más bien como una peste añeja, de moho y muerte acumulados por décadas.
La mujer arrebató de los helados dedos de aquel al que abrazaba, un arma semiautomática y al girar para apuntar al asesino, este simplemente no estaba ahí. Se levantó y, mientras un sudor frío la recorría desde al espalda hasta alcanzar cada rincón de su cuerpo, apuntaba en todas direcciones cual veleta en tifón. La luz amarillenta que entraba por la ventana se volvía cada vez más baja y oscura a medida que avanzaba el atardecer. Los rayos previos al crepúsculo iluminaban el suelo de madera de esa gran habitación en la amplia buhardilla, así como algunos objetos datados de hace varias décadas, como viejos tocadiscos, sillas mecedoras rotas, empolvados retratos y el helado cuerpo de un hombre ya sin vida. Aquella sostenía temblorosa el arma mientras en el ambiente se difuminaba una fría hediondez bastante rancia. Podía distinguir algún ruido de pronto por entre las sombras, pero al disparar, ese sonido, cual fugaz susurro, se trasladaba a otro rincón ensombrecido, haciendo imposible su localización. Pero, al bajar completamente el sol y haberse perdido ya las últimas tonalidades naranjas y violetas del ocaso, en el arma ya solo quedaba una bala.
- No me tendrás a mí – dijo la mujer en un doliente gesto mientras dirigía el cañón del arma a su sien derecha. Pero una fuerte mano, como viga de acero, la detuvo y la pistola calló aparatosamente al suelo. El hombre de rostro inexpresivo la sostuvo con fuerza contra él.
- Esto si es personal – le susurró a ella de frente, dándole de golpe el hedor agrio de su vetusto aliento. Y sus labios se unieron a los de ella, la terrible peste entró por la garganta y recorrió cada rincón de aquel delicado cuerpo femenino, mientras este se envenenaba a una fatal velocidad. Pronto sus labios perdieron color y su piel palideció.
Al saberla muerta la dejó caer, lánguida, al suelo polvoriento y se limitó a abandonar el lugar mientras entre susurros, casi festivos, rezaba:
- Ad Enhiestum… Eritis sicut Deus
Desde el fondo de la habitación, frente a los emplomados de la enorme ventana se proyectaba una mirada perversa perteneciente a un alto hombre de rostro inexpresivo labios delgados, ojos felinos que parecían destellar en la oscuridad, una barba cerrada y descuidada, nariz aguileña y traje negro. Las lágrimas que dejaba escapar la mujer, nublaban su visión, y con esa humedad dirigió su vista a la figura que se silueteaba a contraluz desde la ventana. Era una mirada que se antojaba hirviente, venenosa, cáustica.
Desde el otro lado de la habitación aquel hombre solo se limitaba a observar la escena y entonces, por primera vez habló:
- No es nada personal, es solo que así lo exige el rito – mientras decía esto, se miraba sutilmente la mano derecha, sus uñas eran largas parecían terriblemente descuidadas y sucias, cual metal oxidado. Cuando hablaba, de su boca nacía un hedor que era perceptible desde la distancia a la que se encontraba ella. No era el clásico olor a boca sucia que cabría esperarse, era más bien como una peste añeja, de moho y muerte acumulados por décadas.
La mujer arrebató de los helados dedos de aquel al que abrazaba, un arma semiautomática y al girar para apuntar al asesino, este simplemente no estaba ahí. Se levantó y, mientras un sudor frío la recorría desde al espalda hasta alcanzar cada rincón de su cuerpo, apuntaba en todas direcciones cual veleta en tifón. La luz amarillenta que entraba por la ventana se volvía cada vez más baja y oscura a medida que avanzaba el atardecer. Los rayos previos al crepúsculo iluminaban el suelo de madera de esa gran habitación en la amplia buhardilla, así como algunos objetos datados de hace varias décadas, como viejos tocadiscos, sillas mecedoras rotas, empolvados retratos y el helado cuerpo de un hombre ya sin vida. Aquella sostenía temblorosa el arma mientras en el ambiente se difuminaba una fría hediondez bastante rancia. Podía distinguir algún ruido de pronto por entre las sombras, pero al disparar, ese sonido, cual fugaz susurro, se trasladaba a otro rincón ensombrecido, haciendo imposible su localización. Pero, al bajar completamente el sol y haberse perdido ya las últimas tonalidades naranjas y violetas del ocaso, en el arma ya solo quedaba una bala.
- No me tendrás a mí – dijo la mujer en un doliente gesto mientras dirigía el cañón del arma a su sien derecha. Pero una fuerte mano, como viga de acero, la detuvo y la pistola calló aparatosamente al suelo. El hombre de rostro inexpresivo la sostuvo con fuerza contra él.
- Esto si es personal – le susurró a ella de frente, dándole de golpe el hedor agrio de su vetusto aliento. Y sus labios se unieron a los de ella, la terrible peste entró por la garganta y recorrió cada rincón de aquel delicado cuerpo femenino, mientras este se envenenaba a una fatal velocidad. Pronto sus labios perdieron color y su piel palideció.
Al saberla muerta la dejó caer, lánguida, al suelo polvoriento y se limitó a abandonar el lugar mientras entre susurros, casi festivos, rezaba:
- Ad Enhiestum… Eritis sicut Deus
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