miércoles, 23 de julio de 2008

Sinsentidos antes de una combustión espontánea


Siempre llevo un encendedor en el bolsillo. No recuerdo para que es. Cuando lo metí ahí tenía un propósito, pero ahora no es más que un cuerpo estorboso en mi pantalón. Pero cuando estoy por sacarlo para sentirme más cómodo, llega a mi mente el recuerdo y recupero el motivo, pero así como viene, una vez lo introduzco nuevamente, se me vuelve a olvidar. Es, quizá una maldición, o solo un problema de la memoria… o ambos.
Supe que tarde o temprano nos encontraríamos, y cuando sucediera uno de los dos tendría que ceder para con el otro, pero se bien que ninguno de los dos estamos dispuestos a dejarnos torcer su brazo. Nos hemos hecho mucho daño desde hace ya años atrás. Y algunas heridas no son tan fáciles de zurcir. Cuando se presente ante mí, cuando lo haga, no, no quiero que lo haga. Esta vez será mucho más difícil.
Meto las manos a los bolsillos y siento el encendedor, ya no fumo, y ya no lo necesito, pero lo siento rozando las yemas de mis dedos como un insistente recordatorio, como si todo me empujase hacia un particular propósito. La tarde se aproxima mientras camino con dirección a un sinuoso occidente. Me siento desfallecido, los últimos días me han robado energía, y ahora que estoy por encontrarme con ella todo parece recordarme cada pequeña infelicidad, púas en mi espalda.
Había algo distinto en mi forma de andar, o ¿es que el camino tenía un modo distinto de ser andado? No lo se. Pero mis pasos parecían haber abandonado su orgullo en el punto de partida. Saqué el mechero y lo contemplé, el metal brilló al sol cual espejo en el desierto, y el símbolo de una espada en relieve se evidenció ante mi mirada.
- ¿Tienes fuego? – escuché la pregunta como quien oye un eco en la soledad. Eché la vista hacia su origen y me encontré con ella. Llevaba aquella fea diadema que tanto le recriminaba y que yo le había obsequiado (en un lapso de desesperación). En su boca, colocado con sumo cuidado, un largo cigarrillo mentolado se abría el espacio necesario en la apenas perceptible apertura de sus labios, esperando una flama para avivarse. Detrás de ella, el sol lanzaba sus rayos, anunciando su próximo ocaso tras el horizonte dominado por los edificios coloniales y vetustas casas encaramadas en cerros y colinas a la distancia.
Sin decir palabra le alargué la llama para encender su tabaco. Su mirada nunca chocó con la mía, se limitaba a rodear mi rostro con la vista evitando el contacto visual directo, ni ella ni yo queríamos recordar nuestros respectivos rostros. Meto el encendedor al bolsillo nuevamente. Ella fuma ese cigarro (el único que llevaba consigo), mientras nos limitamos al silencio el uno frente al otro. Los ojos viendo el piso.
Fuimos estatuas hasta que ella lanzó la última bocanada de humo y la colilla se precipitó al suelo.
- Es hora – digo yo al pisar la casi extinta brasa.
- Es hora – me secunda ella con un tono que evoca tristeza, nostalgia, miedo, y un poco de compasión.
Nuestras miradas chocan al fin. En sus ojos veo mi destino, como ella presencia el suyo en mis retinas. Contemplo los últimos momentos de mi vida como si se tratasen de cuadros pintados por artistas barrocos. Hay llamas y humo, en todo mi cuerpo, pero en ningún otro sitio más. Mi carne arde desde mi interior y de mi boca y demás orificios es expulsado una humareda hedionda. Mis ropas arden tan pronto que no hay tiempo de quitarme los calcetines. Todo eso veo en ella, quito la vista. Ella está sudando pero su piel se siente fría cuando la toco, y logro distinguir, apenas en una ojeada, una mueca en sus labios denotando terror. Nos abrazamos y nos vamos de ese sitio.

Después de hacer el amor nos quedamos dormidos una vez más. Ninguno ha cedido aún, pero alguno lo hará pronto, nadie sabe quien de los dos será el primero.
- Creo que me has ganado – susurró a mi oído, de su boca comenzó a surgir el humo y pronto las sábanas en rededor suyo estaban en llamas. Tomé el encendedor de mi pantalón (estaba colgado en la columna de la cama) y vi por última vez su grabado. Sabía que yo sería el siguiente en pocos minutos.
Muchos no creen en eso de la combustión espontánea, y otros han intentado buscar una insuficiente explicación científica. Pero solo sus víctimas sabemos que estamos marcados por un ominoso sortilegio de muerte ineludible. Lancé una hortera sonrisa antes de cubrirme en mis propias flamas y que solo cenizas quedaran de lo que alguna vez fue un hombre.

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La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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