miércoles, 23 de mayo de 2007

Vestido de Muerte II



He vuelto de aquella terrible cacería a la que he encadenado mi miserable existencia, pero no he de liberar ningún tipo de refunfuño, pues es gracias a ello que mi dulcísima ama y señora ha de continuar existiendo. Los sabes, solo es por ti que extiendo cada minuto una eternidad mi condena, ¡oh amada mía! Es la oscuridad aquí en esto que parece mi hogar, es el negro estar de mi siempre ominosa vida y obra. Casi a tientas busco aquel lugar donde escondo el crucifijo, aquel que es, secretamente, una llave, aquella llave que desata los candados de tus aposentos, dulcí cima dueña mía. Lo he encontrado, está frío, casi tanto como un témpano de hielo, pero yo se que no es por el clima, sino por la propia muerte que habita en mí, se aloja en mi alma, y gangrena mi espíritu, torna fría la sangre que corre por aquellas hebras que llamo mis venas y arterias, y lo siento tan gélido que casi tiemblo, pero esto es, por poco una aberración solo de pensarlo, pues mi carne está corroída por extrañas entidades que me tienen sometido e impiden mis sensaciones, no siento el dolor, no siento el frío, no siento el fuego aunque mi carne quede reducida a carbón, estoy tan atormentado.
Hubo un tiempo, si, poco a poco vuelan los recuerdos a lo que me queda de conciencia, un tiempo en que yo era un respetado hombre de sociedad, un ciudadano modelo, de honorable catadura y fineza en mis modales. Pero aquella mujer me hechizó cual ojos de serpiente a su indefensa presa, con una perfección terrible, se introdujo tan hondo en mis pensamientos, ¡tan hondo! Por las noches su imagen en mi cabeza me atormentaba, solo unía mis párpados y su silueta se dibujaba en aquella negrura que era en ese momento mi única visión. Su voz, exquisita a mi oído se repetía con cualquier insulsa frase que ella pudiera haber pronunciado en cualquier segundo en mi presencia, mientras la seguía y la asechaba, sin atreverme a dirigir siquiera un saludo, por aquel ridículo mido de ser ridiculizado, valga la redundancia, por mi propio nerviosismo. No se que es lo que pasaba por mi mente en aquellas mocedades del alma, pero mis decisiones se convirtieron en mi condena, entes de la noche, númenes nocturnos, dioses de inframundos pocas veces imaginados y jamás soñados por mentes racionales, ellos, sentí que ellos y solo ellos podrían hacerme aquel deplorable favor, el de darme una eternidad junto a la mujer que había hurtado mi corazón con tanta maldad involuntaria que Maquiavelo hubiese aplaudido de pié, si tan solo ella hubiese sido conciente de mi sufrir, de esos sentimientos que provocaba en mi. He hecho un trato con aquellas repulsivas entidades, yo la amaría por siempre, ellos debían dármela, pero a cambio, debía perderlo todo, mi fortuna, mi faz, mi honra, y todo aquello que significase algo para mi. Así me condenaron. Efectivamente, esas execrables deidades de la noche me habían dado a mi amada, pero sin vida, me la regalaron en sus aposentos, vestida con una nebulosa túnica que colgaba de su cuerpo, recostada sobre un lecho de pétalos de flores secas, tal vez por la maldad de esos monstruos nocturnos, sino es que sea por la iniquidad que ella traía consigo de por si, aquella que usó para hechizarme. Ella estaba casi sin vida, yo debía alimentarla, de almas, de hombres, de muerte. Debía sacrificar cada vez a una persona y practicar un ritual de lo mas grotesco y ominoso, para así el alma de aquellos inmolados llegue hasta mi amada y le de vida, por un tiempo limitado, entonces yo deberé repetir aquella operación tan abominable. Se que mientras conciente, mi amada, que está al tanto lo que hago, se niega y se horroriza con mis actos, pero, ¡por los dioses de la maldita noche! No podría soportar si no existieras, si no te viera, te sintiera, si no besara tus pies. Eres tan indispensable para mí como lo es el pecado al infierno. Sin ti, yo dejo de existir.
Ahora todas las inmolaciones, que de mi acero son vástagos, han de posarse en lo que queda de mi corroído cuerpo, por eternidades, mientras tenga a quien alimentar de almas. Esto me produce una muerte aparente, donde me pudro y mi sangre se enfría, pero no puedo dejar de moverme. Pues debo hacerlo, debo seguir mis sacrificios, mis hecatombes, y puedo decir con orgullo que lo que hago, lo hago por amor verdadero.
Siento el frío de aquella llave en forma de crucifijo, lo hundo en la hendidura y me sumerjo en la sensación de éter y dulces blasfemias de las que se compone mi actual existencia, pues no puedo llamarla vida, ya no podré nunca más llamarla vida. Se abre aquel portón negro y pesado, una poderosa luz blanca emana desde el otro lado, puedo ver el envés de la madera del portal, que está cubierto de mármol, pero es eso lo que me interesa ver en última instancia. En el fondo de la blanquísima habitación se debe hallar la silueta de mi amada, quiero verla, necesito verla, pues de otro modo, me sentiré torturado y desapareceré. ¡Es ella! Del otro lado de las finas cortinas de sutil velo ámbar se ve la silueta de mi poseedora es hermosa, como solo ella sabría y podría serlo. Ahora que ha despertado, se encuentra de pie, me precipito hacia ella, y me postro a sus pies, ahora espero sus tan frecuentes súplicas, aquellas que siempre me hace sobre dejarla ir, y de no martirizar mas inocentes, lo que no sabe es que nadie es inocente, que cada inmundo ser que pisa la tierra trae consigo una estela de pecados de un tonelaje que raya en lo cósmico, y no lo he dicho yo, sino el mismo Dios, si es que tiene boca para hacerlo, cuando habla del pecado original, o al menos es eso lo que me enseñaron en aquella catequesis cristiana de mi infancia. Sin embargo, no escucho súplica alguna, sus manos se encuentran metidas entre sus largas mangas, su piel está colorida por algún vestigio de sangre en su cuerpo, sus ojos expresan un deseo indistinguible y reprimido en su interior, algo en ella cambió. ¿Que podrá ser, que podrá ser eso que se tornó distinto en mi amada?
¡No lo creo, en verdad, no lo creo! Con un tono de suave ternura me pide que la abrace, este momento lo esperé tanto durante tanto tiempo, y ahora es posible, ella pidiéndome un abraso, a mi que ya deforme se lo concedo con inmediata acción e infinito gusto y placer. Me despojo de la negra máscara que resguarda mi inicuo rostro malformado por la perversidad que me corroe, y me lanzo a sus brazos… Sus brazos. Me recibe, con una ternura maternal, me abraza y me dice que no tenga miedo. ¡Me ama, yo se que me ama y por fin lo ha aceptado! No puedo evitar el llanto. Pero, no por mucho me dura la alegría, siento como se hunde en mi espalda algo parecido a un punzante filo, algo frío, algo que hierve de ira y que tiene la intención de eliminarme. Mi llanto no ha cesado, pero ahora viene con matices distintos, es un llanto de una profunda tristeza, me he percatado de aquella traición de la que amo tanto. “Perdóname” dice ella con una voz entre cortada por aquella sensación incómoda que se produce en la garganta cuando un cúmulo de sentimientos se apodera de tus cuerdas vocales. Pero yo siento esa petición como un millón de dagas despedazando mi ya empobrecido y corroído corazón, puesto que es en ese músculo donde se guardan las emociones, según se dice, es el hogar del alma. La veía y en mi mirada se dibujaba una pregunta tan cínica que daba lástima escucharla, incluso a mi mismo, sentía las cuerdas de mi voz ensangrentadas mientras pronunciaba: “¿Por qué?” Y sentía que aquel sitio en el que ella se encontraba, delante de mi pérfida imagen, antes blanquísimo y luminoso comenzaba a apagarse y ensombrecerse, tal vez mis ojos ya no eran útiles. “¡Morirás, si no te alimento, morirás!” le gritaba a mi amada, pero no recibía respuesta al principio, tan solo sus suspiros y jadeos, consecuencia del llanto que la invadía, ese sonido lleno de una tristeza espectral me daba toda la respuesta que necesitaba. Ella sabía que moriría, que dejaría de existir al asesinarme y es por eso que lo hacía, era un suicidio, no quería mas la vida, no deseaba mas una existencia en la que su cuerpo necesitase almas de ajenos para otorgarle mas tiempo de movimientos. Abominaba eso y sintió la urgente necesidad de terminarlo.
Mi cuerpo, presa de la muerte, no se podía quedar ni un solo momento quieto, ahora soy presa de extrañas convulsiones esporádicas que me causan, por primera vez en tanto tiempo, un dolor terrible, espasmos tan violentos que siento como mi columna se rompe y se retuerce, no sé que clase de poder está provocando este terrible fenómeno, pero mientras continúan esas terribles torciones musculares se rompen algunos de mis huesos, puedo escucharlos estallar, puedo percibir el dolor del que soy presa, y se quema mi piel ahora, ahora un calor inmenso se produce debajo de mi piel pálida, y quema mi carne. Siento y veo como el humo aflora al exterior de mi cuerpo, este invade mis brazos, piernas y tórax, y se extiende.
Pero a pesar de todos esos espeluznantes sufrimientos de que soy presa, tengo en mi mente la todavía nítida imagen de mi amada, y siento una honda pena, una pena que me duele mas que los huesos rotos y el fuego en mi carne. Ella morirá ahora que no me tiene a mí para protegerla ahora que no podrá beber vidas humanas, y ese solo pesar es insoportable a mi alma, el solo vislumbrar un futuro en el que la dueña de mi existencia sea tan solo un leve recuerdo de una perversión sideral y producto de las bajas pasiones de un miserable atormentado. Que no caiga sobre ella el destino, que sea libre al final. ¡Quiero que viva! Y este será por siempre el sentimiento que arrancó mil vidas, y que ultrajó la quietud de mil noches. El secreto detrás de un tormento.

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La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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