martes, 19 de junio de 2007

Relatos de la Esencia, El Ritual Pate II


Hay en el ambiente un aroma a jazmines que rápidamente se fusiona con el humo de una hoguera a medio apagar en torno a la cual están reunidos cuatro caballeros cuyos cuerpos agonizan imperceptiblemente. Zaá guarda cuidadosamente los restos de vendas y limpia su cuchilla antes de meterla en su ya famoso morral. Un aire frío recorre el lugar moviendo las ramas de los árboles cercanos produciendo un ruido espectral que a esa hora de la noche aumentarían el grado de temor en los corazones de los mundanos.
Los cuatro hombres ellos estaban dispuestos a irse, algunos con sus sacos ya colocados, y con sus pertenencias e su sitio, pero ninguno se había levantado aún. Estaban esperando alguna palabra, algo que indicase una despedida de parte de los demás para despedirse y poder retirarse de una vez a morir en paz. Solo se miraban a los ojos unos y otros, pero nadie intentó siquiera abrir la boca.

-- Solo por curiosidad Zaá —quien había hablado era Julián con un aire más bien juguetón que de interrogación— ¿en qué ocuparás tus últimas horas de esta vida? —la pregunta era muy sugerente, podría tomarse incluso con un sentido mordaz e insultante, pero Zaá no tenía entre sus costumbres la de dejarse llevar por impulsos mundanos y sentimientos fáciles, así que contestó la pregunta con una sinceridad absoluta y explicativa.

--Faltan nueve horas para el amanecer, y el pueblo en el que vivo se encuentra a unas seis horas caminando. Así que caminaré al pueblo, pero no pretendo llegar—miraba al cielo mientras decía esto sentía tal vez nostalgia, pero no dejó que se notara en lo mas mínimo, agradeció que los otros tres hombres no tuvieran su habilidad de ver los sentimientos a través de los ojos. Después con una inquisitiva mirada que dirigió a Julián le devolvió la pregunta con un tono que parecía insinuar un acto de sutil vendetta.

-- Bueno, pues ahora que lo preguntas, también iré al pueblo, ya que me estoy hospedando en la posada de ahí. Y aprovecharé estas últimas horas para hacerle el amor a una hermosa mujer como ningún estúpido jovencito podría hacerlo jamás, con fiereza y delicadeza al mismo tiempo, con maestría y tosquedad, como solo yo podría.
Este comentario arrancó la sonrisa de Zaá y Algol, no así de Balam que por alguna extraña razón seguía sentado con la mirada fija en las llamas, ensimismado en sus seguramente retorcidos pensamientos, a nadie le importó esto. Julián dirigió su mirada al hombre harapiento y descuidado que tenía a su lado derecho, y descargó sobre él la misma pregunta que antes había hecho antes a Zaá. Algol acariciaba su mentón, poco poblado de la característica barba cana de la vejez, miró a los ojos de Julián que ya sugerían talvez diversión y/o curiosidad (esta vez sí verdadera), su mirada se volcó después sobre sus pertenencias puestas en un tronco alejado de ellos, a su izquierda, en su mirada había un sentimiento de decisión absoluta e inamovible.

-- Cazaré, eso haré, hoy, esta noche, cazaré mi último venado de esta vida, quien sabe y también sea el último de la siguiente— lo que veía entre sus pertenencias era el arco y la aljaba con cuatro flechas que tenía por si veía algún coyote, alguno que no fuera él. En realidad no sabía ni había planeado en que ocupar los últimos momentos que le quedaban después del ritual que ahora estaba socavando su cuerpo de modo imperceptible, pero al escuchar esa pregunta dirigida hacia él no quiso dejarla sin contestar, y al volver su vista a esos utensilios de caza se le ocurrió el uso que podría darles.

--Tu no te quedarás sin decírnoslo Balam—Zaá pensó en hacerle esa pregunta desde que se la regresó a Julián, ahora no se intentaría quedar con la intención -- ¿En qué ocuparás estas horas antes del amanecer?

--Iré río arriba, tengo algo que atender por allá.-- ¿por qué hablar tanto? Pensaba Balam al contestar la pregunta, ¿por qué si ya mis cuerdas bocales están comenzando su putrefacción?, ¿por qué si pronto habría gusanos nadando y gorgojeando en mi boca? Si ya no tendrá lengua.

Nadie intentó si quiera preguntar algo mas, no había necesidad. Pronto un suave viento envolvió la atmósfera con un gélido augurio, un augurio que anunciaba muerte. El primero en levantarse, entonces, fue Julián que anunció que debía irse, pues la noche era joven y mejor aprovechar la mocedad del tiempo antes de que las primeras canas aparezcan como señal de tardía acción. “Estamos llenos de canas, somos la representación viva de la tardía acción” fue lo que replicó Algol como respuesta mientras esbozaba una sonrisa. Zaá se levantó también apoyando la idea de Julián. Balam se irguió y, sin decir palabra, tomó aquella forma de gran y feroz felino con la que había llegado y se perdió entre la maleza, todos sabían a donde se dirigía, Balam no tenía por que decir mentiras. Julián y Zaá caminaron juntos y se despidieron de Algol solo con un ademán dejándolo solo, enfrente de la fogata.
Los dos amigos caminaban por la vereda que habían recorrido para llegar a aquél lugar, cede del ritual, Zaá veía como Julián encendía un cigarro y aspiraba el humo del tabaco para después exhalar una composición homogénea de aire humo, alquitrán y demás venenos, algunos del cigarro y otros provenientes de sus mismos pulmones.
--Tengo una duda, Julián—Zaá no volvió la cara para hacer esa declaración.

— Solo dime cuál es, e intentaré responderla. —Julián no necesitó ser más directo.
— el pueblo se encuentra a seis horas de camino y faltan nueve horas para el amanecer, si llegas en seis horas, te quedarán solo tres horas para cumplir lo que haz dicho que harías, ¿no?

— No, usaré las 8:16 horas restantes para cumplir lo que he dicho.

— intentas decir que solo harás cuarenta y cuatro minutos en ir hasta un pueblo que se encuentra a seis horas de camino, cuatro si corres y dos si vas a caballo, pues es imposible que pasen automóviles por acá.

La expresión en el rostro de Julián al escuchar lo que Zaá decía era de una divertida burla. Soltó una ligera carcajada y luego declaró su plan a su compañero de viaje.
—Iré como el colibrí.
Esto desconcertó a Zaá y se notó en su gesto, pero luego entendió y sonrió con Julián.
— En ese caso, buen viaje amigo.

Apenas dicho esto, la figura de Julián se tornó la de un lobo que se perdió en el horizonte del camino a gran velocidad, como si sus patas se moviesen tan rápido como el aletear de un colibrí, levantando a su vertiginoso andar una gran polvareda que se desvaneció poco después.

Aún en el campamento se encontraba Algol, se había quedado solo, estaba preparando lo que se llevaría a lo que sería su última cacería. El arco, la aljaba con cuatro rudimentarias flechas, un cuchillo y una soga, eran esos objetos a los que ponía principal atención, eran esos los que tomaría. Se despojó de sus andrajosas prendas y quedó apenas cubierto por un taparrabo o lo que parecía ser uno. Las líneas que recorrían su cuerpo con apariencia de caminos retorcidos, a lo largo de sus recorridos tomaban formas extraordinarias y por demás extravagantes. Las arrugas ya eran evidentes en todo su cuerpo, y las canas gobernaban su pelo entremezclándose con su pelo rojizo y desaliñado. Tomó lo que tenía que tomar y lo demás lo dejó junto al tronco que había ocupado antes, apagó el fuego y salió de ahí. Corrió por entre la espesa arboleda durante un par de horas. Intentaba encontrar un venado, intentaba encontrar un venado en especial. Un par de semanas antes lo había visto, magnífico, de astas perfectas, su andar era prodigioso y seguramente sería un gran trofeo, se había prometido cazarlo él mismo, antes casi se olvidaba de aquella promesa y ahora se la habían recordado. Algunas horas pasaron, hasta que reconoció el olor de ese al que buscaba. Y luego lo vio, estaba echado en el suelo, descansando tal vez, pero con la cabeza enhiesta en posición de alerta. Hizo un movimiento con el pié que el gran venado detectó. Ni tardo ni perezoso, se levantó y corrió de la amenaza que representaba el cazador. Algol corrió tan rápido como pudo tras él. La noche resultaba demasiado calmada, solo los pasos del cazador y la presa entre la hojarasca reclamaba territorio al silencio que reinaba. La luz lunar resultaría insuficiente para cualquiera que intentase cazar de noche, pero no para Algol, sus ojos estaban tan acostumbrados a la vida en la oscuridad que veía bajo los árboles con tanta claridad como en un medio día, además, su olfato era lo que más le ayudaba. Pudo distinguir la sombra que corría de él y rápidamente disparó una flecha que no dio en su blanco pero asustó lo suficiente al animal para hacerlo dirigirse a otra dirección por la que lo pudo seguir con mayor facilidad. Otra oportunidad de acertar se dio y otra flecha fue disparada pero con un resultado similar. Siguió corriendo, el escurridizo animal no era cosa fácil. Una flecha más fue lanzada, esta logró perforarle una oreja, pero no lo hirió de gravedad y pudo seguir huyendo. Algol se detuvo cuando vio la figura del venado doblar a la izquierda, entonces de un soplo encendió la punta de la última flecha y la disparó, esta atravesó por entre las ramas y troncos sin chocar o cambiar su dirección, iluminando cada rincón por el que pasaba durante un corto tiempo, mientras la flecha encendida pasara por ahí. Al final del recorrido la punta incendiada alcanzó limpiamente el cuello del venado atravesándolo y cauterizando la herida con el fuego para que no escurriese la sangre, no quería desangrarlo aún. Se acercó al animal agonizante, colocó sus manos sobre su cuello y pronunció algunas confusas palabras, poco después el animal murió. “No sufriste en tus últimos momentos”, se escuchó murmurar a Algol, “agradezco el sacrificio que haz hecho, recibo tu vida con una honda gratitud, vete, atraviesa honorable”. Luego lo ató de las patas, lo colgó y degolló al venado, no con algún sentido práctico, sino más bien en un motivo ritual. Comenzó a desollar al animal mientras pronunciaba palabras suaves en una serie de lenguas extrañas y antiguas, prácticamente ininteligibles, salmodiando con solemnidad.

Horas antes, una figura había llegado indetectable y precipitadamente al pueblo mas cercano a aquel lugar arcano donde se había celebrado un innominado ritual. Se trataba de Julián, ahora se encaminaba a la hostería donde él sabía que lo esperaban. Entró al lugar, algo desordenado en el ambiente y pestilente a humos de cigarro y a la miseria de los hombres que se encontraban ahí, bebiendo cerveza y gastándose su vida en ese mugriento lugar. Se acercó con la administradora, se encontraba al lado de la barra. Mujer de baja estatura pero robusto cuerpo, aparentaba mas dignidad que la del resto de sus clientes, fumaba un cigarro con tal desgano que ni siquiera se molestaba en despegarlo de su boca para expulsar el humo o hablar. “Lo está esperando arriba, no se ha movido mas que para ir al baño” la voz de la administradora (Doña Petra le decían) era nasal y molesta a los oídos, así que cuando le dijo esto a Julián él procuró no hacer mas preguntas y subió de inmediato. El segundo cuarto a la derecha, en el pasillo, una puerta de una madera gastada por el pasado y las mezquinas vidas de quienes la han tocado. Abrió con cierta cautela, con temor de producir algún ruido que delatase su presencia, él sabía que eso era prácticamente imposible, el silencio lo distinguía más que otra cosa. Cuidadosamente atravesó la habitación y con cierto aire soñador miró lo que había en la cama, una mujer, joven, quizá 24 años, de piel trigueña y pelo negro, lacio, largo, alborotado y esparcido por la almohada en una especie de abanico de obsidiana; su boca, labios delgados, tal vez líneas, y su cuerpo, bastante delgado, poco pecho pero no tan poco glúteo, hacían resaltar, tal vez, su extrañamente angelical presencia que se entre dejaba ver debajo de un nebuloso camisón. La mano de Julián se posó sobre su frente y con un suave movimiento retiró el cabello que la cubría, esto despertó a la mujer, “Julián, eres tu, tardaste” entre abrió los ojos para poder distinguir al hombre y decir esas palabras, con una voz melodiosa, con un acento suave que parecía producir que las palabras resbalasen en el aire, quizá producto de la somnolencia de la que era presa. “He venido solo para ti, y para estar con tigo” fue la respuesta del canoso hombre junto a la cama, la mujer respondió con un suave beso en los labios de él, quien por su parte se comenzaba a despojar de su cinturón y zapatos, entró a la cama y entre suaves besos y caricias, que pronto pasaron a ser furiosas e impetuosas, se fueron despojando de sus prendas, una a una. La entrada dio paso a sensaciones licenciosas y, aún así, delicadas y sublimes y un leve gemido de ella indico el acierto y el toque del placer. Los besos abundaban y se volvían cada vez más ardorosos, algunos se transformaron en leve mordisqueo entre bocas y piel. El tiempo, imposible de contar cuando se le deja correr en libertad como en este caso, pronto fue reducido a un instante en que una poderosa sensación eléctrica y húmeda recorrió de píes a cabeza a cada uno de los amantes que abrazados se apretujaron el uno contra el otro. Sus pieles se restregaban la una contra la otra lubricadas con el sudor de los dos, atiborrado de hormonas sublimes, casi se podría decir que dulces. “Gracias”, susurró ella con una voz cansada y agitada al oído de Julián. Él se limitó a asentir con una especie de suspiro que se entendió como una afirmación innegable. Luego de ello, Julián encendió un cigarrillo (él conocía esa “tradición”, pero no le pasó por la mente en el momento, era solo que quería fumar) y se sentó, escribió una carta y la colocó sobre su maleta, fácilmente a la vista. Quizás un último pensamiento se arrastraba en su mente antes de sus últimos actos, pero nunca recordó cual, tal vez el nombre de otra mujer, solo tal vez. Se acostó y le dio un beso en la mejilla a su mujer inmediata. “Adiós Rosalía” y se acostó junto a ella.

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La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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