martes, 19 de junio de 2007

Relatos de la Esencia, El Ritual Parte III


Luego de haber visto como se alejaba Julián por el camino tan rápido que era imposible de alcanzar, Zaá sonrió para sí y se acomodó el morral, sabía que debía llevarlo bien puesto para que no perderlo después, sobre todo a su edad. Comenzó entonces a caminar por la vereda rumbo al inevitable amanecer. Parecía contar paso a paso que daba, sentía la tierra en sus plantas, pues había decidido dejar sus gastadas sandalias junto a aquella fogata. Una brisa fresca venía del este, no se sentía como una brisa normal, sino algo más bien espectral, el anuncio ominoso de una expiración, mas esto no detuvo al encanecido Zaá, antes bien lo reconfortó de un modo extraño, al asegurarle la eficacia de aquel rito. El camino se hacía largo, sus pies sucios por el polvo del camino se comenzaron a quejar de cansancio luego de algunas horas de ese pausado y hasta romántico andar. La luna aparecía de entre nubes tan negras como pez, pero su brillo vencía siempre esta oscuridad y parecía renacer una y otra vez. “Así yo también” pensó Zaá, “regresaré una y otra vez de la muerte, venciéndola y engañándola. Es para ello para lo que he existido, para hacer de la muerte mi bufón” y sonrió con cierto cinismo en su semblante. Al subir por una pendiente y llegar a lo que era una alta peña bordeada por el camino, haciéndose sucinto en ese tramo, logró ver desde esa creciente altura, a cada paso que avanzaba, la magnificencia de los bosque tropicales y demás cerros cercanos y lejanos que caracterizaban aquella zona subtropical, todos esos paisajes bañados por una luna que de cuando en cuando renacía de detrás de cada nube que intentase eclipsarla, venciendo a través de la palingenesia perpetua. Los infinitos árboles bañados de plata parecían encarnar algún antiguo sueño de surrealismo y visión abstracta, tal vez impresionista, cuadro de sombría extrañeza que colmó el alma de Zaá con cierta fascinación que le introdujo una serie de razonamientos tal vez filosóficos y existencialistas sobre su actual situación; moriría dentro de pocas horas, sentiría frío en su sangre anciana, su cuerpo y su carne se quedarían frígidos víctimas del rigor mortis que precede al último latido. ¿Que sería entonces de su alma? Prefirió no pensar en ello, prefirió sacar de su mente tales pensamientos surgidos de una visión que llena de éxtasis las corneas del observador casi humano. Y el camino seguía, era largo, era muy luengo. “¿Y por que camino esta vereda?” se preguntaba el hombre del morral rojo, y luego su mente enmudeció pero no su boca, sus labios se apretujaron y comenzó a silbar una alegre melodía, o al menos eso es lo que perecía al inicio, cuando luego de un rato el silbido comenzó a desacelerarse y a tomar tintes mas espectrales en sus notas, entonces se percibía un miedo extraño desde el solitario silbante, que entonaba un réquiem, su propio réquiem. Sin razón ni desapruebo una lágrima rodó por su mejilla. Rápidamente secó su rostro y miró al frente, horas han pasado, horas que no se ha molestado en contar, pero que no por ello son en vano, un leve albor difuso del cielo anuncia la proximidad del sol, a un tiempo se dejan ver, desde lo alto de la colina, donde se encuentra el camino, las luces del pueblo, que no se encontraban lo suficientemente lejanas. No quería llegar, y sabía que si continuaba caminando llegaría irremediablemente antes del amanecer. Se detuvo en seco, al voltear a su izquierda notó lo que parecía ser una roca de buen tamaño, se acercó, y la palpó, sonrío, se sentó. Se sentía de algún modo como un poderoso soberano sentado en su gran trono cubierto con piel de jaguar, contemplando su reino desde la cúspide de un gran monumento, con sus siervos y élite a sus costados listos a servirle. No era del todo imaginación, tal vez un dejá vú que asaltaba su mente, trayéndole recuerdos que no sucedieron, o tal vez sí, al final no lo recordaba, “tantas vidas” pensó, si es algo falaz o cierto, ha perdido su importancia ahora. Introdujo su mano vendada al morral y extrajo una libreta, algo que antaño usó a modo de recetario y poemario, y que aún ahora no se habían terminado sus páginas, a pesar de tanto que había escrito en ellas, como páginas infinitas, pero no era así, “misterios de la vida” solía decir, y con eso aplacaba su propia curiosidad y temor. Tomó, también, un lápiz roído y gastado y comenzó a escribir, un poco de todo, miedos, lujurias, sentimientos, lágrimas, amores, todo aquello que a su ya anciana y desmejorada mente llagaba en aquellos últimos momentos de lucidez y calor de su sangre. Las últimas impresiones de un moribundo, de un casi cadáver en las horas finales. Saben espíritus nocturnos que más escribió aquel desdichado hombre cuando el sol tocó su rostro.

“La noche no se mide en minutos” pensó Balam al retornar a su figura humana y verse frente a la caída de agua que se formaba río arriba, “sino en sensaciones”. Se acercó a la orilla del agua, se encontraba casi al pié de la catarata, y sentía que no habían pasado mas que unas cuantas “sensaciones” desde la última vez que había estado en ese casi sagrado lugar, casi hierático sitio de recuerdos y huellas laberintosas por múltiples e incontables andares del pasado. Se despojó de su gabardina y sus zapatos, luego del resto de su ropa hasta quedar completamente desnudo, acto seguido, caminó rumbo al río y mojó sus pies en el agua fría, luego, sin detenerse, fue caminando hasta donde el agua de la catarata golpeaba furiosa entre las rocas, sobre una de la cual se posó para sentir el peso del agua caer sobre sus fornidos hombros. Una culpa más para la colección, tal vez. Aquellos recios hombros que ya llevaban el peso de tantos pecados que el perdón sería impensable. Sentía sus manos manchadas de sangre, tanto culpable como inocente, antigua y contemporánea, humana y no tan humana. Sabía que no tendría redención y sentía el asco de sus propias deudas. Culpa, que tanto le agraviaba, pero que, con un sentido bien desarrollado del cinismo, había logrado aligerar al compartir créditos delictivos con la propia víctima de sus pérfidas manos. “No es culpa mía que hayan buscado su muerte al venir a buscar mis manos asesinas para refugiarse en ellas” solía pensar. Y así veía claudicada su culpa y aligerados sus hombros severos. Mojaba su cuerpo en esas aguas de limpia y helada naturaleza para lavar pecados imperdonables y disgregar pensamientos obsesivos que contribuían a segar palmo a palmo pedazos de lucidez. “La noche no es un lapso de tiempo entre luz y luz” su voz se escuchaba en su mente con un inquietante eco que resonaba como alarido entre las montañas, “la noche es la apariencia real del mundo, es la realidad que se refleja en una contraparte diurna y falaz”. Retornó poco después a la tierra firme, empapada su piel, marcada con tanto antiguas como zagales cicatrices, y humedecidos sus recuerdos que ahora se deslizaban fácilmente en su memoria. Así cargaba culpas y penas, pero su cinismo le ayudaba con un considerable tonelaje de estas. Se colocó encima su gabardina negra y gastada, solo eso, no sus zapatos ni su pantalón, solo ese abrigo. Se dirigió entonces a un punto que parecía bien ubicado en la memoria, y se encontraba ahora frente a un cúmulo inusual de rocas de río cubiertas por el espeso verdor de la vegetación producto de la aparente gran cantidad de tiempo que pudieran llevar estas piedras en ese sitio y posición. Sus manos temblaban, parecían temer la presencia de algo terrible y oculto, al acercarse a las piedras y comenzar a levantar una a una y a ordenarlas en un modo distinto, en algo extrañamente ceremonial. Se encontraba notablemente emocionado de un oscuro e incomprensible modo por eso que hacía. Un viento frío sopló de pronto. “La noche no es oscura ciega o silenciosa” y desde el fondo de las rocas surgió un objeto curioso que Balam extrajo con sumo cuidado, “en ella brilla la suficiente luz para iluminar el espíritu del desconsolado, y pueden verse las verdades de la existencia tal cual son sin caer en lo subjetivo o lo abstracto, y siempre que pongas atención escucharás aquellas voces y sonidos melodiosos que crean un concierto de infinitos matices y sublime beldad, pues la noche es arte de la naturaleza, es belleza y es realidad”. Aquel objeto era el cuadro, pintado en una tablilla de madera, de una mujer de piel blanca y belleza exquisita en sus rasgos orientales. Un suspiro se dejó oír en la profundidad de la noche y recuerdos lejanos y dolorosos acompañaron se suave sonido “Misato”. Y todo calló de repente. Rezos y oraciones y luego todo volvió a ser acomodado como antaño y el cuadro depositado de nuevo dentro, a salvo. Las pocas lágrimas que provenían desde una hendidura realizada por el recuerdo, fueron secadas y el amanecer se hizo presente.

Y ese amanecer trajo consigo una serie de eventos por demás extraños en aquella tierra de humildad y bajo progreso, distinguida por la ignorancia y las antiguas tradiciones. Una hora después del amanecer, un joven pastor llevaba sus cabras a pastar cuando reconoció a un hombre sentado en una roca al lado del camino. Se trataba de alguien bien reconocido en el poblado, Don Clemente le decían, tenía la mirada baja, una curiosa y antigua libreta y su clásico morral a un costado. Intentó llamarlo pero no recibió respuesta. Al moverlo se dio cuenta de que era inútil hablarle, los cadáveres no contestan. Esta noticia se difundió con rapidez en el pequeño pueblo, afligiendo a su viuda profundamente. Así también la noticia del muerto hallado en la posada de doña Petra. Se creyó que la mujer que venía con él lo había matado para quitarle el dinero que llevaba, pero la carta que había dejado el hombre comprobó su inocencia y su legitimidad como dueña de todos los bienes que había dejado el fallecido, ella se fue de regreso a su ciudad. Al día siguiente, unos leñadores encontraron el cadáver de un hombre semidesnudo, solo cubierto con un taparrabo y una piel de venado, con el cuerpo extrañamente tatuado, se encontró el cadáver del venado enterrado cerca, pero sus viseras estaban en rededor del hombre muerto, formando alguna clase de círculo ritual, y la sangre del animal esparcida sobre el cadáver humano y todo el círculo completaban la grotesca escena que no carecía de un extraño sentido de respeto espectral. Tan solo tres días luego de hallar el tercer cadáver se encontró uno más. Unos niños que se alejaron de sus padres en una expedición campestre encontraron, cerca de la caída de agua, el cuerpo de un hombre cerca de unas rocas de río, solo se encontraba cubierto por una gabardina negra, su ropa se halló cerca de ahí, el cadáver ya mostraba signos de descomposición. Se investigaron estos decesos por autoridades fuereñas, por considerarlos extraños, ya que los cadáveres mostraban el mismo tipo de heridas en sus brazos. No se encontró nada que pudiera producir la muerte de esos hombres, era como si sus cuerpos simplemente hubiesen dejado de funcionar, como si sus células se hubieran puesto de a cuerdo para morir al mismo tiempo todas.
La mujer de don Clemente resultó embarazada, al igual que Rosalía Sandoval, la mujer que acompañaba a Julián. Los otros dos cuerpos no fueron identificados nunca por los investigadores.


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Ellos no pueden irse, están obligados a quedarse, a volver una y otra vez y permanecer siempre. Engañando al omnipresente encanto del hades y a sus emisarios. Nahuales que han aprendido el secreto del renacimiento verdadero, de la vida eterna y cíclica. Algol, Zaá, Julián, Balam. El ritual debe practicarse previo al alba pues la luz representa lo fingido de la realidad y el fin de lo veraz. Pero una vez hecho, es imposible el regreso, es obligado continuar el ciclo, cueste lo que cueste, pague quien pague, el retorno es siempre ineludible, o de lo contrario el alma se perderá en el olvido perenne, en el camino hacia la luz, no la luz del día, falsa iridiscencia, sino la que no dispersa la oscuridad, más bien por ventura la renueva. Hasta el final de los tiempos, contabilizados y no contabilizados se deberá seguir. Ellos han aceptado un don que al mismo tiempo se ha convertido en una maldición, pero ya han olvidado la diferencia entre ambos términos.
No se puede hacer nada al respecto ya. Mejor dejemos que el cruel destino se encargue de su ominoso devenir, las almas que se han unido a la esencia, solo han de pertenecer y responder a ella.


No existe final, solo múltiples comienzos.

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La Esencia

La Esencia está viva, cada día respira de nuestro aire y se mueve por nuestro espacio. Somos miserablemente pequeños ante ella. Es nuestra creadora. Pero sus manifestaciones son desconcertantes y casi nunca agradables. Sus manifestaciones son seres. Algunos andan entre nosotros y otros se ocultan en las sombras del mito, mientras que a otros más les es indiferente nuestra existencia y nos pasan de largo. Ellos son los seres de la Esencia.
Soy alguien que ha vivido cerca de todo ello, y que ha tenido la suficiente suerte de sobrevivir o, cuando menos, permanecer cuerdo.
Cada caso del que yo tenga conocimiento en el que se sospeche de una manifestación tal ha de quedar plasmado en este lugar. Aún a costa de mi volundad.

Mapamundi maldito

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